Las navidades de 1937 serían especialmente dolorosas para los españoles. La guerra estaba en su punto álgido y en todos los hogares se sufrían sus consecuencias. Aquel final de año, igual que el principio del siguiente, sería un tiempo que durante décadas las gentes tratarían de exiliar de sus memorias. El trágico, deprimente y espantoso espectáculo que España ofrecía al mundo aquella navidad, auguraba una tempestad mayor que los ojos atónitos de Europa contemplaban inconscientes de lo que después vendría, pues una hoguera había prendido para encender el gran fuego que removiera los cimientos de todas las civilizaciones, haciendo que el mundo cambiase de nuevo para volver a ser el mismo.
-Capitán, espero que sea la última vez que se extralimita en sus funciones - le dijo con voz firme su nuevo coronel -. Si empezamos por matar a nuestros soldados no necesitaremos ejércitos contra quienes luchar, porque estaremos luchando contra nosotros mismos.
Para todo existen normas y todo debe seguir un orden. Usted no es quien para decidir sobre la vida de sus soldados sin responsabilidad. Podría hacerle fusilar por ello. Quiero una explicación convincente; no puedo permitir que mis mandos actúen por su cuenta de esa manera. Hable capitán, y dígame el porqué de su proceder.
-Mi coronel - dijo José -. No quisiera ser un problema para usted. En sus manos está ahora mi destino y el de mis hombres, que han luchado a mi lado con valentía.
-No me salga con esas capitán - replicó el coronel -; si hubiese decidido otra cosa, no estaría usted aquí para darme explicaciones. Y eso mismo es lo que le estoy pidiendo.
-Señor: ¿Acaso no es ésta una guerra entre hermanos? - declaró José -. ¿Una lucha sin cuartel contra nosotros mismos? ¿De que reglas me habla coronel? ¿A qué responsabilidad se refiere? Nunca he dejado de sentirme responsable de mis hombres. Ayer, como el resto del tiempo que llevo al frente de la compañía, tenía la responsabilidad de actuar sobre algo muy importante y rápidamente. De mi decisión dependía entonces la moral y la entereza de mis hombres, y actué convencido de que necesitamos verdaderos soldados, entregados a la lucha en defensa de sus compañeros, en quienes confían pues también por ellos luchan. No necesitamos asesinos y saqueadores que sólo lo hacen por el interés de enriquecerse, cometiendo para ello los más atroces delitos, y que salen corriendo cuando la cosa se pone fea.
Soy español, lucho contra españoles y tengo a mi cargo una compañía mora, pero no consentiré mientras esté al mando que se convierta en una banda de desalmados que masacra, saquea y ultraja a quienes son de mi sangre.
-Capitán, sabe que las fuerzas de moros regulares son una pieza importante en nuestro ejército. Son profesionales formados en las artes de la guerra, no milicianos que surgen espontáneos como las setas en su tiempo. Viven de, por y para la guerra, y no tienen ideales; los han traído a luchar aquí el hambre y la miseria. Usted tiene a su cargo una compañía y yo todo un regimiento, y es a mi a quien corresponde tomar las decisiones importantes; decidir sobre la vida de nuestros hombres lo es.
Comprendo su reacción y veo que es usted un hombre de coraje, seguro que desea lo mejor para sus soldados; pero debe controlar sus impulsos si no quiere verse arrastrado por ellos. De usted y los suyos dependen otros muchos, y si pierde la calma, puede que sus convencimientos personales se transformen en cualquier momento en instintos incontrolados que pondrían en peligro la seguridad de nuestras fuerzas.
Admito que esta guerra nos está desgarrando y que es mucha la sangre vertida para pisar sobre ella sin mancharse. Creo que es inmoral y vergonzante que otros chupen como parásitos de nuestras venas desangradas. Pero debemos tener nervios de acero, estos hombres han venido a luchar y a morir en una guerra que no les importa si no es para enriquecerse si sobreviven. No necesitamos más revueltas, y las decisiones no premeditadas nos pueden traer serios problemas.
-No fue una decisión repentina, sujeta a ningún impulso - le interrumpió José -, había estado pensando en ello.
-No le entiendo capitán, explíquese -. Y le impelió a que lo hiciera -.
-Señor, en la noche posterior a nuestra llegada de Fuentes de Ebro, se incorporaron a la compañía los primeros refuerzos para cubrir nuestras bajas por el frío. Por ellos nos enteramos de la revuelta de algunas de nuestras tropas en San Blas, y pronto comencé a notar que una cierta inquietud se extendía entre los hombres. Los "maunin"(cabos) llamaban más a menudo a los hombres al rezo, y uno de los recién incorporados era un "fokaha"(encargado de los temas religiosos nombrado por los "caídes").
Desde ese momento comenzó mi mente a dar vueltas a lo sucedido, planteándome cómo atajaría de raíz el problema de encontrarme con él. Estuve pensando en ello toda la noche sin encontrar una respuesta que resolviera mis dudas, por lo que decidí que de cualquier forma, no consentiría el más mínimo conato de alteración del orden en mis filas. No sabía como debería resolverlo, ni en que momento, pero estaba convencido de que si entonces no actuaba con determinación, mi problema pasaría a otro y sería mucho mayor. Entonces hice más hincapié en las revistas y en el contacto directo con mis hombres, notando una cierta distancia de ellos respecto a mí, algo que muy al contrario, no sucedía antes; como si estuviesen imbuidos en una nueva consigna. Después ocurrió lo que ya sabe. Aquel soldado llevaba algo más que una dentadura de oro en su morral; la cabeza que rodó entonces por el suelo era un reclamo, un trofeo de guerra.
-Bien capitán, acepto sus explicaciones. Por otro lado admito el hecho de que su determinación ha calmado los ánimos, y aunque no me parezca la mejor manera de hacerlo, ha surtido un efecto inmediato. Pero no le permitiré que vuelva ha actuar por su cuenta en temas tan delicados. Me tendrá informado de cualquier duda que se le plantee respecto a sus hombres. Yo me encargo de los fusilamientos.
José recordó entonces el fusilamiento en la serranía de Algairén de la familia de Piedad, y trató de ocultar en su respuesta la ironía que aquellas últimas palabras del coronel provocaban en su pensamiento.
José recordó entonces el fusilamiento en la serranía de Algairén de la familia de Piedad, y trató de ocultar en su respuesta la ironía que aquellas últimas palabras del coronel provocaban en su pensamiento.
-Comprendido mi coronel. Acataré sus órdenes -. Respondió José.
-Ahora que estamos de acuerdo - le dijo el coronel -, es más que probable que pronto entremos en acción; tan pronto como el tiempo nos deje. Mantenga a sus hombres preparados para el combate, éste puede empezar en cualquier momento. Tenemos órdenes de atacar Las Celadas y El Muletón en cuanto remita el temporal. Allí están concentradas las mejores divisiones republicanas y no va a ser ningún paseo. Morirán muchos hombres, y de la perfecta coordinación de las unidades, del valor y la determinación de nuestros mandos, resultará que consigamos vencer.
Le veo preparado capitán: tiene arrojos, determinación y es disciplinado, pero usted sólo no ganará la guerra. Quiero que lo tenga en cuenta, esta batalla no es una escaramuza. Aquí se batirán frente a frente el corazón y el cuerpo de ambos ejércitos, de ambas Españas. Aquí se decidirá la guerra. Se que ha estado en Brunete y conoce lo que es una gran batalla, pero Teruel nos helará a todos. Después de lo que aquí pase el resto quedará decidido, sólo será cuestión de tiempo. Recuérdelo bien, capitán; y cumpla a rajatabla mis instrucciones. De este modo no habrá problemas entre los dos. Ahora puede retirarse.
Micaela intentaba redactar para los padres de José una carta dirigida a su hijo, con el objeto de felicitarle por Navidad y hacerle saber que se encontraban bien. La madre de José había estado indispuesta unos días con un dolor muy fuerte en la cadera, pero empezaba a mejorar lentamente, aunque el tiempo estaba muy frío y en nada le venía bien. Su padre se encontraba como siempre, entretenido ahora con el principio de la poda, haciendo manojos de sarmiento para el invierno siguiente, para la lumbre baja y el puchero. Y ella, que escribía aquella carta, feliz por no tener malas noticias suyas, aunque intranquila por la desaparición de Alfredo. De forma breve le relató como había sucedido lo de la desaparición, y que lo habían declarado desertor.
En el pueblo todo el mundo comentaba que Alfredo andaba escondido, que alguien de la familia lo tenía guardado y que como dieran con él lo matarían. La mayoría del vecindario miraba ahora con recelo a la familia de Alfredo y evitaban hablarles para no tener que verse involucrados en cualquier interrogatorio. Incluso algunas familias, que antes fueran carne y uña con ellos, dejaron de relacionarse.
El paisaje llano, suavemente ondulado, dominado por escasos tesos redondeados por el viento, permanece blanco. Las viñas sin podar han quedado convertidas por el hielo en fantasmagóricas cabelleras escarchadas. Los rastrojos de legumbre y cereal se confunden con los barbechos y los sembrados, las lindes y linderas, los caminos y los senderos apenas insinuados en el relieve; como el arroyo que discurre helado a su paso por el pueblo, las acequias, el canal, el
río y la carretera que se pierde en el horizonte. Todo blanco, todo escarchado.
De las ramas de los árboles cae la escarcha por la acumulación de las capas y la niebla no levanta del todo durante el día. En la tarde la oscuridad se abalanza rápida sobre la luz acercando antes la noche, y el humo de las chimeneas se desdibuja sobre las luces débiles del pueblo, absorbido por la niebla espesa. Un paisaje navideño que raras veces es posible ver en la tierra de José, y que Micaela mira ahora con nostalgia por la falta de dos seres tan queridos.
Teruel es todo menos la estampa de una tarjeta navideña. Los movimientos de las masas de hombres, la maquinaria bélica, los convoyes de avituallamiento, los servicios sanitarios, los refugiados y desplazados por los combates, la ciudad entera en llamas mientras del cielo cae la nieve y las bombas; todo un remolino diabólico girando en torno a una ciudad que se derrumba a golpe de barreno y dinamita, mientras en su interior resisten aún los últimos defensores con la esperanza todavía de ser rescatados a tiempo.
Franco nombra a Rey d´Harcourt comandante de la plaza instándole a que resista a toda costa mientras se lleva a cabo la contraofensiva exterior, pero todos los intentos por romper el cerco fracasan por el momento ante la tenaz resistencia republicana, que bate sus mejores unidades en la defensa del terreno ganado.
En el interior de la ciudad los zapadores republicanos, cuyo cuerpo engrosan los mejores barreneros asturianos, no paran ni de día ni de noche. Las piquetas se emplean al máximo para ganar cada edificio o para tirarlo abajo con grandes minas de dinamita; y las gentes refugiadas, escondidas, aprisionadas en ellos, viven un
terror indescriptible bajo el repicar constante de las piquetas en los suelos y los tabiques, antes de morir hacinadas por la falta de agua, de alimentos y medicinas el tiempo que se mantienen escondidos. O reventadas y sepultadas bajo los escombros tras las tremendas detonaciones de las cargas.
También en los túneles se lucha y se muere. Los defensores intentan sabotearlos para evitar que los zapadores consigan su objetivo de llegar hasta los muros, o a los sótanos de los edificios que aún resisten. Escuchan tras las paredes para determinar la dirección que siguen al picar, esperando que abran boquete para sorprenderles en una lucha de contacto cuerpo a cuerpo, a bayonetazo limpio.
Los asaltantes castigan con tiro raso de artillería los edificios que sirven de reductos a los defensores, que aún a pesar de los enormes estragos que tal potencia de fuego provoca en ellos, siguen resistiendo en pie como los soldados, que por mantenerse con vida en ellos luchan. Los primeros en ser volados son los edificios del Banco de España y El Casino, ocupados por refugiados civiles que sucumbieron con ellos y donde no se dejó recoger a los heridos.
Las enormes voladuras dan tiempo al saqueo y al pillaje por parte de unidades de la 25 división republicana, algo que intensifica la crueldad de la batalla en el interior de la ciudad, donde los civiles que aún quedan escondidos sufren duramente las consecuencias de los combates casa por casa. Allí se encuentran también madres con niños indefensos y ancianos que no han podido escapar y que mueren de frío, hambre, y por falta de recursos sanitarios. Teruel es ya una ciudad con un sólo hospital, colapsado por una ingente cantidad de bajas que no puede acoger ni atender por falta de recursos, y que tiene que trasladar heridos a otros hospitales fuera de la provincia.
En el Seminario y el convento de Santa Clara el Coronel Barba resiste con sus hombres todos los avatares, sin que por ello decaiga su entereza y su afán de resistencia. En el convento los enfrentamientos llegan a ser demenciales, espantosos y cuerpo a cuerpo; con toda la saña que el resentimiento entre hermanos puede provocar; con el exterminio total y salvaje del otro como razón para sobrevivir.
José y sus hombres esperan el momento de entrar en acción. El corazón se les encoge no sólo por el frío, que ronda ya los dieciocho grados bajo cero, también por los combates que se desarrollan por debajo de ellos y que afectan a sus posiciones, fuertemente castigadas por la aviación y la artillería enemigas.
Aún así el Cerro Gordo resiste las envestidas de las brigadas republicanas una y otra vez, defendido por un ejército que empieza a consolidar su posición y que se dispone para el contraataque.
-¡Soldados! - alzó fuerte la voz José para que todos le oyeran -. Sobreviviremos a esta larga noche; es nuestra primera obligación y será nuestra primera victoria. Muchos deberán emplearse en ello, pues los necesito a todos mañana. Si se quedan dormidos estarán muertos y no servirán para otra cosa que no sea rellenar con sus cuerpos el parapeto.
Prefiero hombres ebrios que muertos; rellenen sus cantimploras con brandy, no tenemos más calefacción. Y aquellos que fuman en "cachimba" mucho ojo, no se les vaya a apagar es sus manos, pues para entonces habrán llegado al paraíso.
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