Era la hora de recontar bajas, la batalla había terminado.
Teruel se mostraba como un gran cementerio profanado aquella fría mañana del 22 de febrero de 1938, tras cesar el fuego que lo dejaría convertido en una escombrera donde quedaría sepultado para siempre el corazón de la República.
En las retinas de los hombres de Aranda y Valiño que tomaron la plaza del Torico al amanecer, se grabaría para siempre la imagen de la desolación de una ciudad destruida hasta los cimientos, que devolvía sus muertos de las entrañas del infierno en que se había convertido, y donde los vivos que aún quedaban reaparecían como fantasmas saliendo de sus refugios, entre los escombros; almas en pena que se iban juntando en silencio con las manos levantadas, apoyadas en las nucas, y que con sus rostros desencajados, desdibujados por el agotamiento, por el hambre, el frío y la amarga huella de la derrota, imploraban piedad.
Tres días más tardaría "Modesto" en estabilizar el frente al otro lado del río Alfambra, una frágil estabilidad que pronto se rompería, pues Franco no estaba dispuesto a parar su avance hacia el Mediterráneo; sólo necesitaba tiempo para maniobrar el gran ejército que había concentrado en la punta de lanza que significaba Teruel.
Cuarenta mil muertos, otros tantos heridos y casi veinte mil prisioneros, fue el balance total de bajas que entre ambos ejércitos acumularon durante dos meses y medio de lucha, además del gran éxodo de refugiados que provocaron y la enorme cantidad de muertos civiles que la crudeza de la batalla hizo posible.
El ejército Popular Republicano perdió veinte mil hombres y otros quince mil fueron hechos prisioneros; sus mejores divisiones duramente machacadas, como la moral de sus tropas, que habían visto cómo la falta de cohesión de sus mandos, sus desavenencias personales y rivalidades, hicieron imposible la coordinación y cooperación necesarias para contener el avance de un enemigo más numeroso y mejor armado.
La bajas eran sólo comparables con la gran perdida de material, que para una República abandonada, olvidada de sus socios europeos, suponía una herida abierta por donde se desangraría si no conseguía cerrar pronto.
El Ejército Nacional logró recuperar Teruel, a pesar de sus diecisiete mil muertos y treinta mil bajas por congelación. El frío diezmó a los ejércitos de África habituados a otro clima y mal equipados. Pero en cambio, además de estabilizar el frente de Aragón, Franco había logrado armar y concentrar en aquella zona el mayor número de tropas y material bélico visto hasta entonces en el transcurso de la guerra.
Del mismo modo que en el caso republicano, se produjo una explosión de moral en sus filas, pero en sentido inverso; la resistencia primero y la posterior reconquista de Teruel, se convertirían en un nuevo estandarte de la "cruzada nacional".
Igual en un bando que en el otro, la larga sombra de la batalla dejaría una huella imborrable en los combatientes que sobrevivieron a ella, para los que nada volvería a ser igual a partir de entonces.
Teruel se iba a transformar en un símbolo para todos. Unos creerían haber dejado allí traicionadas sus esperanzas, lo mejor de sí mismos, y un gran sentimiento de pérdida que humillaba todo su ser se adueñaría de sus corazones.
Los otros verían la demostración de su fuerza como el resultado de ser asistidos por la razón. Teruel sería desde aquel momento un referente ideológico de máxima importancia para ellos.
Tanto en unos como en los otros, los recuerdos de Teruel grabarían para siempre en sus sueños imágenes que los despertarían sobresaltados en mitad de la noche, haciendo del día un recordatorio de todo aquello que no desearon vivir, retornando de nuevo a sus bocas las malditas y eternas palabras: "la guerra; la puta guerra".
Los enemigos más enconados y los amigos que ya nunca encontrarían, por quienes habían luchado hasta el límite de sus fuerzas, aparecerían como fantasmas en el insomnio de sus peores noches para recordarles sus pecados y devolverles al tremendo sentimiento de pérdida que los dejó vacíos, y que de nuevo haría que se sintieran culpables. Porque las batallas las dirigen los generales, pero las ejecutan los soldados, y una misma responsabilidad asiste a todos.
Aquella misma noche el "Campesino" había emprendido una escapada desesperada y sangrienta, abriéndose paso a bombazos de mano y ráfagas de metralleta por la ribera del Turia en dirección sur, hacia Villaespesa.
La 46 División republicana estaba encerrada en el corazón de la ciudad sin relevos, sin suministro de munición, y no quería ser él quien pagara los platos rotos de la derrota. Lister le había negado su ayuda aduciendo que su división estaba muy debilitada y falta de refuerzos - algo que el Campesino siempre le recriminaría -. Modesto odiaba a los dos por sus eternas rivalidades, que hacían que sus órdenes no sonasen al unísono y que siempre provocaban tiranteces y malestar.
La megalomanía y el narcisismo dominaban el carácter en ambos hombres, que comenzaron juntos la lucha en el V Regimiento encumbrándose de fama durante la ofensiva de "Mola" en la sierra del Guadarrama, en la defensa de Madrid y en la batalla del Jarama, pero que a partir de lo de Brunete iniciaron una lucha personal que afectaría seriamente a las operaciones militares del ejército republicano en el transcurso de los acontecimientos.
Enrique Lister era el hombre fuerte del Partido Comunista en el ejército republicano. Su carrera, impulsada por el partido durante los primeros años de la República, lo llevó a la Unión Soviética para cursar formación militar y política en la Academia Frunze de Moscú. El ejército soviético disponía entonces de la primera división acorazada que existía en Europa. Siendo formado en su disciplina, extrajo de ella sus conocimientos tácticos, los cuales emplearía durante la guerra civil para conformar, instruir y movilizar las mejores tropas del Ejército Popular Republicano.
Era un hombre carismático, con un sentido especial para ganarse a la gente, en quien despertaba siempre múltiples simpatías. Su fuerte personalidad, unida a una forma de vivir licenciosa, extravagante, que compartía con sus hombres en el frente, por quienes se preocupaba para que recibiesen la mayor comodidad y formación, resultaba campechana y cercana; pero realmente era un hombre duro y autoritario, a quien no le temblaba el pulso si tenía que disparar sobre sus soldados para castigar cualquier in-subordinación.
Lister fue el hombre encargado por el gobierno de "Negrín" para anular las "colectividades" y suprimir el Consejo Regional de Defensa de Aragón - efímero y único estado anarquista que ha existido en la historia -, lo cuál hizo de forma enérgica empleando su 11 División. Aquello se convertiría en el capítulo más oscuro de su carrera y le grajearía numerosos detractores, como Valentín González el"Campesino", quien simpatizaba con el "comunismo libertario" de los anarquistas aragoneses - procedía de la CNT cuando se afilió al Partido Comunista a principios de la década de los años treinta - y odiaba a Lister por su aire de privilegiado.
Hijo de un minero y jornalero del campo extremeño que emigró con su familia a Peñarroya (Córdoba), el "Campesino" no recibió formación académica y comenzó a trabajar de forma esporádica en las minas de Guadiato con quince años, pero debido a su corta edad, el reparto de propaganda libertaria entre los mineros de la cuenca y los obreros del campo supuso durante un tiempo su principal actividad. En esto siguió la estela de su padre, quien fue detenido en distintas ocasiones por el mismo asunto. Participó en diferentes huelgas y sabotajes, y llego a ser acusado del atentado que hizo volar por los aires el puesto de la Guardia Civil en la cuenca minera.
Después de un breve periodo de tiempo en Sevilla tras ser llamado a filas, desertó del ejército, aunque pronto es apresado y enviado preso a Larache - antiguo protectorado español -, de donde se libra de la pena de muerte gracias a una amnistía general.
En tiempos del gobierno "radical - cedista" de la República, en los momentos de la Revolución de Octubre en Oviedo, el Campesino intentó lo mismo en Madrid demostrando por primera vez su capacidad para la organización y el mando. Fracasó y fue encarcelado durante algo más de un año, hasta el triunfo electoral del Frente Popular.
Al comenzar la guerra se incorporó a las milicias populares, iniciando la carrera más meteórica de todo el ejército republicano. Aún falto de experiencia táctica, sin formación técnica alguna y con un nivel cultural bajo, dispone de una energía y determinación en el combate que lo catapultan directamente al mando de tropas.
Su físico corpulento y fornido, su perilla recortada y su pelo engominado, enmarcaban una ancha y franca sonrisa y una mirada vibrante, expectante. Todo ello junto a un carácter bravucón, fantasioso - que tanto Lister como Modesto detestaban - y a su metralleta - el "Espanzaburros" la llamaba -, pronto se convertiría en leyenda que la República explotaría convirtiéndola en uno de sus principales iconos.
Pero ahora alguien debería cargar con la responsabilidad del desastre de Teruel y él tenía todos los puntos. Su temperamento inestable y caprichoso, que hacía que pasase de los momentos mas heroicos a otros de extrema crueldad y cobardía - tampoco dudaba en fusilar de inmediato por cualquier motivo de in-subordinación, como otras veces actuaba de perdonavidas -, lo mantenía permanentemente en broncas y discusiones con sus mandos superiores e inferiores. Sus soldados sabían de sus "prontos" repentinos y le temían. Era un tipo problemático que se había ganado a pulso sus enemigos y que ahora se encontraba encerrado en la ciudad, abandonado por los suyos después de haber sido su división quien retomara Teruel en los momentos más delicados, defendiéndola con bravura hasta el último instante.
Y no quiso resignarse, no aceptaba que otro le diera la solución cuando fuera demasiado tarde, y ordenó la retirada.
Dicen que apareció en la plaza del Torico subido en un carro de ametralladoras, maldiciendo, echando juramentos por la boca. En los rostros de los soldados, petrificados por el terror, se leía la desolación de sus almas; más bien parecían muertos resucitados, sin voluntad, con la única esperanza de que la muerte o la vida los llevara de allí para siempre. Después de tantos días de lucha, del frío y el hambre, cuando todo se había vuelto contra ellos, los heridos yacían por doquier abandonados y en las cartucheras apenas quedaban balas, la imagen del barbudo grandón voceando, dando órdenes a todo el mundo desde la torreta del carro y maldiciendo por todo y en todas las direcciones, fue un revulsivo para la 101 Brigada que permanecía anclada en el corazón de la ciudad, obedientes a las ordenes de resistir de quien ahora les mandaba lo contrario mientras que maldecía al comisario de la 209 por haber actuado por su cuenta.
Vicente Rojo sería el único que defendería la actuación de Valentín González en su escapada de Teruel, algo que haría tras comunicar a Indalecio Prieto los motivos de la retirada y poner su cargo a disposición de éste.
Para Modesto y Lister había sido un acto de cobardía y de traición, pero Rojo sabía que a pesar de los muertos y los prisioneros que quedaron encerrados en la ciudad, el "Campesino" había conseguido salvar más hombres que de ningún otro modo. La 101 brigada consiguió abrirse paso a través de la vega del Turia sorteando las partidas de Requetés y soldados Regulares moros, aunque sólo uno de cada diez hombres consiguieron sobrevivir.
-¿No me reconoces? ¡Vamos Fortu, soy yo camarada, Ramiro Puig; estuvimos juntos en lo de Barcelona y en Algairén...
El soldado, al que sus andrajos le quitaban la categoría que por mando le correspondía, desarmado y con las manos en alto, se había adelantado del grupo que componían otros seis soldados y que permanecían apoyados de espalda contra el mostrador de la cafetería en ruinas, donde habían sido detenidos por los hombres de Fortu. Sin esperar la reacción de éste, confiado en que le reconocería, se acercó más; pero Fortu, sin inmutarse lo más mínimo, desenfundó su pistola y extendiendo el brazo se la colocó en la sien.
-Lo siento, pero no nos conocemos de nada -. Y apretó el gatillo.
-Matadlos -. Dijo a sus hombres mientras lanzaba una mirada fría, glauca, a sus víctimas.
- ¡Alto, quietos, no disparéis! - Gritó José pistola en mano, que apuntaba a Fortu desde el portal de la cafetería, alumbrado por el resplandor de las llamas de un carro incendiado por los republicanos en su retirada y abandonado en mitad de la noche.
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