Verano, agosto tal vez. La noche y su luna, llena y hermosa como siempre; dueña absoluta de un cielo limpio, inmenso, radiante de infinitas estrellas. Horizonte perfecto que no pretende separar los elementos, sino unirlos, continuarlos. Relieve de suaves ondulaciones que transmiten placer, sensualidad a la mirada expectante y curiosa.
Somos cuatro, después del agobio de la masa "discotequera" mutante del fin de semana.
Hemos colmado los pulmones y rebosado nuestros estómagos, faltos de solidez, llenos de alcohol. Los poros excitados de la piel han respirado el humo que se ha tragado al aire y los oídos han levitado en el ruido.
El bochorno de la movida urbana nocturna nos ha devuelto a salvo como siempre; mejor dicho, como de costumbre. La oportunidad a pasado y la prueba terminó. Somos felices y estamos en paz con nuestros deseos.
Disfrutamos ahora del reposo que nos es necesario antes de volver a casa. La danza salvaje, sin final aparente, con la que hemos puesto a prueba una vez más a todos y cada uno de los músculos de nuestros cuerpos jóvenes, rebosantes de apasionada vida, concluyó al fin.
Sentados en en el coche contemplamos el momento, como tantas otras veces, buscado y conseguido, mientras devoramos dos melones dulcísimos, refrescados por la madrugada; víctimas necesarias de las energías derrochadas y bálsamo para el sueño cercano.
Dos de los mejores ejemplares de este melonar que cada madrugada de domingo atracamos con las mejores intenciones, y que representa las "tablas" primeras del escenario que siempre nos acoge y dónde siempre nos sentimos bien.
Sigue sonando Rock, pero esta vez del que nos gusta y mucho más bajito. Las canciones están grabadas en nuestras mentes, enamoradas realmente.
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