Aquel recuerdo quedó grabado para siempre en mi memoria como la secuencia de una película en blanco y negro. Pero a pesar de la influencia mediática de la televisión, que emitía en aquel tono cualquier reflejo de la realidad del momento, quizás fuera el gris del abrigo de aquel anciano, con quien solía encontrarme cada tarde de invierno al salir de la escuela, el color selectivo que tiñó en monocromo momentos tan especiales de mi niñez.
Paseaba en torno a la plaza de la iglesia embutido en un abrigo de paño gris abrochado hasta el cuello, la bufanda perfectamente metida por dentro y un sombrero de fieltro que tapaba su cabeza y apenas dejaba ver su pelo canoso, casi blanco. Me llamaba la atención la raya perfecta en sus pantalones y la pulcritud de sus botas de media caña.
Su rostro moreno, arrugado por la delgadez que le había caracterizado a lo largo de la vida y que la decadencia física y la enfermedad habían acentuado, culminaba una figura enjuta y mermada que hacía más intrigante su soledad para los ojos inquietos de un niño como yo, que corría por las calles buscando compañeros de juego.
-¡Eh, "Perejilo" pequeño. Ven acá, valiente! - Me decía.
Yo frenaba mi carrera en seco, daba media vuelta y rápido acudía a su llamada. A todos los lados iba corriendo. Mi madre se quejaba porque nunca estaba quieto, y mi padre contestaba que era como un potrillo, que "no me dejaba la sangre".
-"Véteme a buscar un librillo de fumar a casa del señor José el Joseíta". Anda majo, y te doy la propina.
Y sacaba un "duro"(moneda de cinco pesetas de la época) de uno de sus bolsillos y lo ponía en mi mano.
-Dile que es "pa" mí y no te harán esperar si hay gente.
Fumaba un cigarro tras otro todo el tiempo que duraba su salida al paseo de la tarde, exceptuando el que perdía en hacerlos con sus manos temblorosas. En casa no le dejaban fumar para proteger su salud achacosa, pues aquel vicio, arraigado desde joven en su sangre, había dejado una huella profunda.
Yo prendía a correr con la moneda apretada en mi mano. La tienda de ultramarinos solía tener jaleo a esas horas, cuando los más pequeños volábamos de casa con la merienda sin terminar en la mano para buscar a los amigos de juego, y las madres aprovechaban para hacer las compras que no habían podido realizar por la mañana.
Abría la puerta y me metía entre las clientas hasta el fondo, donde la barra de despacho se unía con la vivienda y el almacén, sitio por el que pasaban constantemente los tenderos en busca de productos. Allí siempre encontraba el momento para decir: -¡Veyo, Micaela..! ¿Me darías un librillo de "Abadie" para el señor Manolo "el Sayagués"?
-¡Anda con el "perejilo" pequeño, que espabilado es! - Solía decir alguna de las señoras que compraban a mi lado. Pero, como si nada, el tendero me daba el librillo y las dos pesetas de vuelta con las que salía corriendo de nuevo hasta la plaza buscando al señor Manolo. Le entregaba el librillo y el cambio, y automáticamente me devolvía éste como propina acordada.
-Gracias majo - y pasaba su mano por mi cabeza dándome un suave tirón de pelo en la coronilla -. Cuando vea a tu padre le diré que eres un valiente. Anda corre; por ahí he visto pasar hace poco a tus amigos, que seguro te estarán esperando.
Yo volaba más que corría calle abajo, buscando la carretera y el puente del canal donde solíamos reunirnos para jugar hasta que el sol se metía en el horizonte y las primeras luces del pueblo comenzaban a definirse en la incipiente oscuridad.
-¡Hombre, ya estás aquí! - Decía mi padre, que gustaba de asearse tras llegar a casa después del trabajo antes de comer un "muerdo"- como decía él - y echar un trago de vino. Dedicado a esa tarea le encontraba muchas veces al volver de mis juegos, sentado en el "escaño" (banco de madera) junto a la mesa camilla mientras mi madre preparaba la cena.
-Ven, ponte aquí en la pata del escaño a ver cuánto has crecido hoy.
Yo accedía a su llamamiento. Le gustaba estrecharme en sus brazos y frotar cariñosamente con su barba mi nuca, de lo cual yo intentaba siempre librarme. Después me colocaba allí, y marcando con su dedo por encima de mi pelo, aseguraba:
-¡Hoy has crecido medio centímetro!
-¿Otra vez? - Preguntaba yo sorprendido -. Pero si ayer me dijiste también que había crecido medio centímetro...
-Pues hoy también. Sí, sí, medio centímetro nada menos. Créelo, que es verdad. Como sigas así vas a ser un tío grande.
Mi padre sabía de sobra que yo era un ser menudo, pero le gustaba ver como me estiraba hasta ponerme de puntillas cuando me pedía que levantara la cabeza para medirme bien. Era muy guasón, pero a pesar de todo estoy convencido de que mi crecimiento comenzó a disminuir desde que él dejo de medirme, de ahí mi estatura y corpulencia.
-No se si un día llegaré a ser muy grande - dije yo -, pero el Señor Manolo me ha dicho que soy muy valiente.
-¿Quien, el señor Manolo el Sayagués?
-Sí. Hoy me ha mandado al estanco a comprarle un librillo de fumar y me ha dado dos pesetas, mira.
Es un señor muy mayor y va siempre solo. Me da, como pena... ¡Y siempre me llama a mí para que vaya a por tabaco!
-Ya decía yo, y no querías creerme, que habías crecido medio centímetro - decía mi padre -. Y estoy seguro que también ha crecido la bondad en tu corazón, aunque no lo hayas notado. La vocación de servicio, hijo, es la fuerza que nos hace crecer en la vida más que ninguna otra. No lo olvides nunca. Tu cuerpo dejará de crecer un día, pero la fuerza de la vida seguirá creciendo en ti si mantienes ese sentimiento. Con la misma medida de tu entrega a los demás será medido tu valor, y sólo en su refugio encontrarás el sosiego necesario para tu alma. Pues los sueños con los que hoy juegas, un día se transformarán en realidad que sofocará tu espíritu y la pena será un obstáculo, un motivo para mirar para otro lado si no existe afecto, el mismo con el que nacemos y que con facilidad solemos perder en nuestro loco deambular por el tiempo que nos toca vivir. Estoy convencido de que un día agradecerás a la vida haber llegado donde él ha llegado. Comprenderás entonces, que por duro que resulte no es menos bello llegar a viejo. Que sólo es una metamorfosis, pues el viejo es el mismo que antes fuera niño, igualmente necesitado de afecto y protección para sobrevivir a la soledad. Como cualquier ser, nada más.
Ha pasado mucho tiempo desde que mi padre me dijera estas palabras, pues ya conozco el terreno pedregoso de la vejez. He visto cambiar al mundo para ser el mismo de nuevo y creo que ningún tiempo fue mejor ni peor. Antes fui niño y ahora disfruto la juventud de mi vejez, pero entonces como ahora sigo necesitado de afecto, sigo mereciendo el mismo respeto. Porque el respeto no tiene edad, porque el afecto nos hace crecer, seguir viviendo.
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