-Si la vida no nos pertenece- dijeron las palabras -¿por qué sobre ella decidimos?¿Por qué, si la muerte se nos escapa, aún intentamos contenerla?¿Quien puede decidir sobre quien vive y quien no; como y cuando nacer y morir?- Y el sentir reveló:
-La vida realmente es un don, algo no ganado y por lo que nacemos. Por tanto no tenemos derecho sobre ella. Otra cosa es que tengamos capacidad de decisión; pero esto no altera la continuidad de la vida, sino la forma en que se muestre en adelante.
Si un hombre mata a otro lo consideramos homicidio, asesinato. Si alguien se mata a sí mismo lo llamamos suicidio. Al primero no reconocemos derecho, y para el segundo, la incomprensión al final se impone. No encontramos razones suficientes que justifiquen la actitud de ambos para anular la vida. Sin embargo, dudamos cuando una vida imprevista llama a nuestra puerta, decidiendo a veces no dejarla entrar. Y no dudamos en conservar la muerte - aunque sea en un frasco de cristal - con el pretexto de recuperar la vida, cuando en realidad ya la hemos perdido. Y si el paso del tiempo demuestra nuestro fracaso, queremos leyes que nos saquen airosos de nuestra decisión equivocada, responsabilizando a otros de nuestra incapacidad e indecisión final.
Podemos imponer instancias para nacer y sentencias para morir, pero nunca dependerán de nosotros la vida y la muerte, ya que de ellas resultamos.
Somos libres al decidir y cualquiera puede hacerlo, pues si nuestra vida somos capaces de negar, cuanto más la de otros. Pero la pregunta era otra; y no, no tenemos ningún derecho.
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