El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 29 de junio de 2009

El adiestrador de mandriles. ( La fama tenía ...)


La fama tenía un precio y un motivo para ello. El motivo una causa, y ésta, un por qué.




Éramos, "la generación de los sesenta", quienes nos abríamos al mundo en los años ochenta del sigloXX aprendiendo a amar, a crear, a opinar y a sentir; quienes vivíamos y moríamos imaginando un nuevo mundo, otra nueva era.


Fuimos unos "chicos malos"; puede que entre todo lo que pudiéramos hacer fuera el camino más recto vislumbrado, cuando la "contracultura" al viejo sistema había ganado la batalla rompiendo moldes, algo que disfrutaríamos y que otros nos habían legado prepotentes, seguros de que prevalecería. El reino de la imagen había llegado y seríamos nosotros quien lo hiciésemos real y posible. La imagen siempre nueva y eterna de la juventud, que todo lo puede aunque no exista y todo lo cambia aunque no sea necesario.


Herederos de las ropas sucias, los pies polvorientos y el pelo largo, que ocultando nuestra imagen tratábamos de conseguir una personalidad hasta entonces inexistente, indefinida aún, invertimos el proceso para, a través de la imagen distinta, forjar nuestro yo.


En pandilla pisamos las calles humedecidas de la ciudad, sufrimos el riguroso calor en las horas centrales del día sin comer, y nos refugiamos en los parques, en los portales, todo por no ir a clase, por disfrutar otro nuevo momento de libertad, de experimentación que sofocase el ansia de nuestro inexperto e incipiente "yo". Destacar para poder definirnos era el por qué, y nuestra juventud la causa que propiciaba todos los motivos. Pero no sabíamos, ni tampoco aceptaríamos, que la fama, la personalidad imaginada por uno mismo y por los demás, tenía también un precio.


La fama de chicos malos nos había juntado para más tarde cobrarse su precio en base a nuestra competencia por los valores y distintivos individuales, por los que muchos de los que emprendimos ese camino, esa senda - guiados por una estela de juventud eterna- se perdieron para no recorrer nunca más otro camino.
Y fue la pandilla el embrión de nuestros sueños, que nos permitía crear y vivir nuestro mundo propio, imaginario, donde los horizontes los marcaba lo que no podíamos hacer posible, nada más.


La música, la publicidad - máximo exponente de las artes de nuestra época-, la apertura política y social y el auge de la tecnología, facilitaban un nuevo modelo de desarrollo material y de liberación individual que imprimía un sentido de velocidad, de vertiginosidad a los cambios; cambios que se esperaban, se perseguían, se deseaban.
Y la peligrosa, vertiginosa evolución, no perdonaba respiro, no permitía perder el tren. Tren que llegaría más tarde a la nada, al "todo es lo mismo, todo es igual". No podemos comprar nuestros sueños, no podemos crear la felicidad, que al final es lo que pretendemos. Entonces no habíamos aprendido lo suficiente para comprenderlo y el camino rápido nos parecía el seguro; imponíamos la lógica del momento, o al momento, esta nueva lógica.



Repetíamos nuestra corta vida contándonosla unos a otros, una y mil veces en cualquier parque o en algún portal, febriles de "anfetas" y ciegos de "porros". Hacíamos amigos nuevos en el deambular y sobre el mismo interés: "hoy por ti y mañana por mí". Recorríamos una y otra vez la ciudad entre jarras de "mistela" y botellas de Martini que robábamos en el supermercado, entrando en multitud para despistar a las dependientas y los cajeros, a quienes siempre pagábamos con alguna chuchería necesaria para llenar nuestros estómagos vacíos de comida, llenos de pastillas, humo y alcohol.
Devolvíamos al suelo nuestros propios fluidos para continuar embriagados sin descanso, como si perteneciésemos a otra dimensión que no se comprendería sin experimentar, sin drogarse.




Fue magnífico aquel concierto de rock aquella tarde lluviosa, que motivó más si cabe la afluencia de público juvenil al teatro cedido al instituto de enseñanza al que "fumábamos" las últimas clases, que muchos como yo dejaríamos de disfrutar pronto, porqué llegó el día que como se suele decir, "pedí la cuenta antes de que me echaran".
Aglutinó un buen número de jóvenes músicos locales, experimentados en la música rock y con un nivel musical de gran calidad. Extraordinario festival, y una orgía de sonido y embriaguez para algunos como nosotros, que aprovechábamos la ocasión para sacar partido, seguir en nuestra onda y destacar con ello ante los otros; al menos eso era lo que creíamos. Y realmente, nuestras ropas sucias, destartaladas, los pelos desaliñados y un aire de "pasotas colgados" así lo mostraban.


Nos pegábamos por hacernos el último porro y guardábamos celosamente cada nueva adquisición de pastillas, reservándolas para la ocasión que necesitáramos sentirnos mejor, ya fuera con la intención de elevar nuestra inconsciencia, o para no soportar el dolor que produce el "bajón" de la abstinencia.


Salimos del concierto entre sopores de hachís, neurasténicos de pastillas y sordos de decibelios. Felices, pues después de la venta, recuperado lo puesto, nos había sobrado un buen trozo para nosotros- para Mar y yo- que habíamos captado más clientes que el resto de la pandilla y a quien nuestro hermano mayor, " el Colgueta", nos esncomendaría la tarea de terminar de "pasar" a cambio de la contrapartida que nos llevaríamos.




Mar era una chica, más bien una niña, menuda y feúcha. Tenía cara y decisión de chico, y carácter firme y calculador de mujer. Disponía entoces de una cantidad de dinero que para mi era impensable, y yo para ella sólo era el amor platónico, su mejor amigo y alma gemela. Mas su afán de protagonismo, que avivaba un espíritu inconformista y fuertemente orgulloso, condicionaba su relación conmigo, que era un carácter más acostumbrado a aceptar las derrotas, a sentirse separado, segregado del resto.
Ella llevaba los pantalones y yo mantenía el vicio que propiciaba mi indecisión. Pero mi vicio no era como el suyo, más de este mundo, de la realidad más próxima e inmediata. Mi vicio era sobrevivir a un tiempo que había perdido, una vida que murió y otra que aún no se abría, que pretendía pero que no se iniciaba.
Así que ella se hizo cargo del "mondongo", que entre los dos prensaríamos de nuevo, cortaríamos en láminas y "pasaríamos" al mejor postor, de quien nos creíamos seguros de sacar el mejor provecho dada la escasez de material que había en la ciudad; más, después del concierto.


Al día siguiente, bajo el calor de la siesta de verano, fuimos a una casa que pertenecía a una tía suya que vivía en la ciudad, y que mantenía cerrada en el pueblo. Yo llevé mi viejo cassette y mi guitarra española con cuerdas de acero para aprovechar el rato, pues sabía que Mar, a quien le gustaba disponerlo todo, manipular y ordenar cuanto en sus manos caía, no iba a cederme el protagonismo. Sólo dejaría que aprovechase las migajas, como buen perro de compañía. Y aunque yo sólo necesitase amor, Mar  era el único amigo que de verdad me quedaba. Y además era mujer, algo que nos hacía una pareja extraña a la vista de los demás, quienes pensaban que nuestra relación era otra cosa más que amistad. Pero en realidad no era así, sólo nos mantenía unidos un estrecho hilo que pronto se rompería. Y ese hilo era mi propia desorientación, la falta de perspectivas y de recursos materiales que me mantenían sumido en un ser sin ser. Mi tiempo anterior había fracasado y con el mis ilusiones juveniles, haciéndome un personajillo sombrío, indeciso, que me aferraba a unos valores que nadie compartía ya, pero que los largos años de seminario dejaron grabados en mi alma más que en mi cerebro. Y tal vez aquello me salvó al final de la hecatombe posterior, como superviviente milagroso de un naufragio inevitable.




Toqué con fuerza las cuerdas de mi guitarra repitiendo los tres acordes que más a rock sonaban, chapurreando un ingles ininteligible ni siquiera para mi; y lloré mientras recordaba a Paco, mi mejor y primer amigo de internado, que murió de cáncer el segundo curso, y a quien, sin poder despedirme, nunca volví a ver. Tal vez no llorara por él, sino por su pérdida, que me dejó vacío por primera vez, y que tras mi mente embriagada por el hachís, retornaba como un fantasma.
Pero Mar, ajena a mi dolor, obsesionada por el negocio, no supo comprender. Creo que de haber sido de otro modo, es posible que la hubiera amado para siempre.


Pronto me hizo retornar a la realidad impeliéndome para que la ayudase a preparar las "posturas", que como buenos discípulos trataríamos de multiplicar para sacar nuestro beneficio. Así que de este modo nos pusimos manos a la obra triturando de nuevo el polen, calentándolo para volverlo a prensar más fino y conseguir más partes. Envolvimos cada una en papel de plata y las metimos en una caja de purillos vieja, metálica, que Mar había traído de su casa. Todo estaba preparado, Mar no quiso perder tiempo con mi concierto y nos dispusimos para irnos sin más dilación a la ciudad; "a dedo", como hacíamos siempre, pues entonces ninguno de los dos disponíamos de vehículo.








El día había cambiado dejando el calor bochornoso paso a las nubes tormentosas, que permanecieron durante toda la tarde aquel domingo, negro para mi.
Nos encaminamos directos al parque central de la "Avenida", donde nos encontrábamos siempre con los demás chicos de las otras pandillas para ejercer el vicio y trapichear. Puede que llegáramos demasiado pronto y que esto nos perjudicase, pues al poco apareció "la panda del Víctor", quienes siempre estaban al acecho de los nuevos y de los más débiles para sonsacarles su provecho.


- Hola Mar- dijo Víctor, vestido y peinado a lo James Dean, pero con sus pantalones vaqueros ajustados, sujetos por su cinturón de doble hebilla encima de los riñones- estábamos buscándoos. ¿No está Pablo (El colgueta.)? Queríamos "pillaros algo de chocolate".
A Mar se le pusieron los ojos como platos y una sonrisa que no logró disimular, y echando mano a su bolso del anorak-coreana donde guardaba la caja, le contestó:
- Me quedan unas posturas. ¿Cuanto queréis?
- ¿Es el mismo que el de Pablo? Si es así, un "talego" y medio. A ver como lo tienes.
- Como siempre tío, es lo que queda y me parece que por ahí no vais a encontrar más.


Yo miraba mientras tanto al grupo que nos había rodeado en el centro del parque, vacío a esas horas de la tarde, mientras el cielo rugía y las nubes amenazaban con reventar. Eran cinco chicos, la mayoría nos superaban en edad, y desde el primer momento aprecié que no eran buenas sus intenciones.


- Vamos Mar- continuó Víctor- no pretenderás que paguemos un talego por medio. Me parece que quieres racanearnos.
- No; estas posturas me las ha dejado Pablo y yo no puedo darte más. Si quieres llévate medio talego y os lo pensáis; nosotros estaremos por aquí hasta que llegue el Colgueta.
- Bueno, la verdad es que ahora no tenemos dinero, hemos cogido unos "tripis" y estamos esperando a Óscar, que vendrá pronto con más dinero. Déjanos ahora un talego y después te lo pagamos.
- No puedo tío, no es mio. Pablo me lo pedirá en cuando venga, y no admitirá que os lo haya fiado. Esperar un poco, no tardará.


El grupo apretó más nuestro espacio intimidándonos y apartándome a un lado. Víctor, como un gato sobre su presa, arrancó de las manos de Mar la caja metálica, para con sorna bravucona decirnos con sonrisa burlona:
- ¿Y ahora qué? Pensabais que estábamos perdiendo el tiempo con vosotros, mierdas. Si no sabéis no os metáis, pringaos.
- Dáselo Víctor, cuando se entere Pablo vas a tener problemas, y ella no tiene la culpa.
- Tu cállate moniato, contigo no va el rollo. Y dándome un empujón me apartó de su lado.
- Se lo voy a contar todo a Pablo y juro que te acordarás- dijo Mar-.
-Dile lo que quieras, niñata; no le tengo miedo, y piensa que si no te parto la cara es porque eres una chica, ¿vale?


Se retiraron contando las posturas mientras se reían y se burlaban de nosotros, que quedamos como dos mierdas al sol esperando que las picaran los pájaros.


El mosqueo de Mar fue descomunal, echaba fuego por sus ojos y yo tampoco me libre de la ira de su lengua afilada. Intenté tranquilizarla un poco, pero pronto comprendí que no estaba dispuesta a que aquello quedara así, y que haría todo lo posible por resarcirse.




En silencio esperamos al Colgueta, que apareció un rato más tarde exprimiendo entre sus dedos un cigarrillo- fumaba sin parar- con aquellos andares de Junkie colgado de donde provenía su apodo. Usaba gafas, pues era algo miope, y su atuendo no iba a la moda; llevaba siempre prendas anticuadas, ya que sus padres, que regentaban los mayores almacenes de moda de la ciudad, no le permitían nada nuevo, dado que al momento lo vendería para comprar drogas.
Disponía de la carrera de filología francesa, que le condujo hasta Amsterdam para traducir varios libros y donde se hizo heroinómano para siempre. Regreso pocos años más tarde rescatado por la familia, mas, perdido definitivamente.
Era adicto a la aguja y a todo aquello que mitigara su ansia, su mono insaciable y voraz. Nos sacaba a nosotros casi veinte años y su vida era un eterno vagar entre trapicheo y trapicheo.


Un martes a medio día, fuera del horario comercial y por la puerta de atrás, desde donde accedían a la vivienda, nos metió a toda la pandilla en la boutique, que saqueamos cual langostas llevándonos lo que quisimos y pudimos al cincuenta por ciento; cien por cien para él. Con aquel dineral que saco se fue a Madrid para comprar hachís, que posteriormente venderíamos en el festival.


Llegaba con una sonrisa en la cara, como casi siempre que nos veía. Éramos las dos personas que aún le apreciaban, y Mar, admiraba su relativa independencia, su total libertad y la falta de escrupulosidad para recorrer las calles con aquellos andares de oso viejo y cansado acompañado por dos adolescentes descarriados como nosotros.
Pero pocos metros antes de llegar hasta nosotros intuyó que algo pasaba, algo que no había ido bien. Mar estaba a punto de llorar.
- ¿Qué pasa chicos? Hola Mar; hola Yeferston -refiriéndose a mi- ¿Os ha sucedido algo?


Mar estaba ahogada por las lágrimas que la rabia y la impotencia no la dejaban tragar, y antes de que pudiese contestar, me adelanté para decir:


- Nos han dado el "palo" Pablo. Han sido Víctor y sus chicos. No hemos podido hacer nada, nos estaban esperando.
- Ha sido ese "hijoputa" de Víctor- replicó Mar- Me engañó, creí que iba a comprarme algo, pero el muy cabrón sólo quería quitarnos todo.


Así se expresaba Mar: en primera persona siempre que creía algo como propio, y en segunda, cuando ese algo se escapaba de sus manos y no podía controlar.


-No os preocupéis, que voy a ir a por él, y cuando lo encuentre no le van a quedar ganas de acordarse de este día. Ese mal nacido aún no me conoce. Le voy a partir esa cara de chulo gilipollas.


Sin decir más echamos a andar impulsados por la prisa de la emoción y el deseo de encontrar a Víctor en el sitio que esperábamos estuviera. El sol se apagó de pronto ocultándose entre las nubes negras que cubrieron el cielo por completo, y una brisa fría precedió a las primeras gotas de agua que suavemente empezaron a caer sobre el asfalto.
El ritmo frenético de nuestro amigo nos llevaba sorteando las calles mientras nos dirigíamos al casco antiguo de la ciudad, buscando encontrar abierto el viejo mesón, primera parada obligada, donde esperábamos encontrar al ladrón.


Se empaparon nuestras botas de entretiempo, de piel vuelta, cruzando de cera a cera, entre calle y calle, y poco antes de que llegásemos a nuestro destino, a la altura de una de las múltiples iglesias románicas que lucen el casco histórico de nuestra pequeña ciudad, le vimos que venía de regreso.




Pablo caminaba enérgico, con la determinación y la vista avanzada de un cazador, y antes de que Víctor le avistara, ya le había apresado por el cuello estrellándole contra la pared de piedra, rugosa y desgastada por los siglos.


- ¿Que pasa ahora?- Y dándole dos buenos bofetones con la mano que le quedaba libre, clavó la rodilla en su vientre quedándole sin aire y doblado. Lo irgió con enorme energía para de nuevo decirle:


- No te voy a partir la cara ahora, pero esta tarde, en el parque de la avenida, te espero con la pasta que me debes. Y juro que te la partiré si me haces esperar. Ahora largo, fuera de mi vista; sanguijuela, hijo de puta.


En Mar se había producido un cambio sorprendente. Las lágrimas anteriores se convirtieron en prepotente sonrisa, mordida por el deseo consumado de venganza. Fue para ella la prueba de fuego que la catapultó en adelante al púlpito de una muerte en vida, que duro nueve largos años por el camino de la locura, de la "heroína".


Pero para mi, la aventura aún no había terminado. Iba a ser la víctima que pagaría los platos rotos, el motivo de las iras de Víctor y su pandilla, que necesitaban su resarcimiento para seguir siendo lo que eran. Buscaron el eslabón más debil, menos protegido, que era yo por no haberme defendido de otra manera; y aprovechando una de las ausencias de el Colgueta, el lunes siguiente, en la primera hora de clase, que como siempre después del fin de semana nos fugábamos para ir a la bolera de la Avenida para jugar al "Pin-ball" y continuar con nuestro rollo, me esperaban impacientes.


Mar y yo entramos como de costumbre despreocupados, pendientes sólo de buscarnos la vida que llevabamos, sin pensar en nada más. Victor estaba recostado sobre la entrada en postura "Dean", saludándonos con sonrisa de zorra. Al cabo de un momento bajaron sus secuaces para provocarme, incitandome a que saliera fuera, pues uno de ellos amenazaba con romperme los morros. La bolera estaba casi llena a esas horas y todo el mundo empezó a mirarme con sorpresa, esperando de mi una reación lógica, lo que capté al momento. Y sin más dilación salí tras ellos al exterior. Al instante se formó un enorme corro de gente que brotó del local, además de la que esperaba a la sombra de los árboles de la calle.
Nos quitamos las prendas de entretiempo que aún llevabamos, por las últimas tormentas del mes de Junio, y sin más comenzó la lucha. Yo raras veces había peleado, y mi rival era un esperimentado aprendiz de Kárate que frecuentaba habitualmente, desde edad temprana, uno de los clubes de artes marciales que enseñaban en la ciudad.




Mis desesperados intentos por alcanzarle fueron inútiles; me esperaba tranquilo, sin moverse apenas, y cada vez que yo lanzaba el brazo, su puño se estrellaba en mi cara una y otra vez. No me faltó valor, sino experiencia, pues antes de que mi ira se contuviese nos separaron tras ver que de mi boca brotaba sangre. El otro, algo más mayor que yo, había sido el ganador. Y yo, como siempre, el perdedor.

Terminé curando mi labio inferior, triturado entre mis dientes y su sello de oro, en el hospital militar, donde me cosieron a carne viva sin hacernos demasiadas preguntas.
Mar lloró por mí y apoyó su cabeza en mi hombro mientras salíamos. Lloró por mí y por lo que de mí no había conseguido, sintiendo definitivamente que era otra cosa lo que deseaba. Pero al salir juntos del hospital, con mi cara magullada, dolorida, agarrados los dos como novios, me sentí bien, pues estaba seguro de haber hecho lo que debía y convencido por fin de lo que no deseaba.
A partir de ese día todo cambió entre los dos. Yo seguiría en adelante con mi fama de perdedor y ella de mujer fatal, lo cual nos distanciaría poco a poco, hasta hacer que nos separásemos definitivamente. Yo traté desde entonces de quitarme el mal cartel, que como de costumbre me colgaba, y ella aprovecharía su fama y su dinero para sumergirse en el mundo de la aguja, que la encarceló durante años de casa en casa, de piso en piso, sólo saliendo para "pillar" algo que meterse en vena, o apaciguar su ansia a base de copas de brandy.






























































































































1 comentario:

Anónimo dijo...

La mujer fatal resucitó en todo su explendor y tomándose un brandy por su sitio...eructó sonoramente y se rascó el cúcú...(perdóname Mar je je je)