Se había pasado la noche soñando despierta, imaginando
sensaciones, emociones nuevas que experimentaría el día siguiente. Todo recogido y preparado antes de acostarse, como su padre le dijera: -Mañana es el gran día, no olvides nada.
Era el ser más maravilloso que existía, aunque no fuera
realmente “su padre”. Había ido a buscarla muy lejos, a
un país donde el cielo se incendió una tarde de invierno, y
desde entonces la lluvia envenenaba la tierra y el aire olía
mal, dejando un fuerte sabor metálico en la boca.
Su padre verdadero, de quien apenas recordaba el roce de
las mejillas contra su barba dura y el calor de sus
cuando volvía del trabajo cada tarde,
murió como un héroe intentando apagar el gran fuego
que después de tantos años aún mantenía viva la llama
en su sarcófago de hormigón.
Su madre murió también después de una larga y dolorosa
enfermedad, sus pulmones no soportaron la larga exposición bajo la nube radioactiva.Siempre la recordaría consumida y fría, inerte sobre la estrecha cama de hospital en la que se la llevaron para siempre delante de sus ojos cegados por las lágrimas, manando como ríos por las pendientes de sus mejillas hasta disolverse en la espuma de sus labios de niña.
Pero sí, Gento era maravilloso. La había sacado de aquél
centro de acogida para niños afectados por la catástrofe y
sin familia, lugar siniestro donde vio regresar a
otros que partieron antes y que, tal vez, no supieron adaptarse. Mas estaba segura de que Gento - no entendía por qué le llamaban así, pues ése no era su nombre -,
realmente “su padre”. Había ido a buscarla muy lejos, a
un país donde el cielo se incendió una tarde de invierno, y
desde entonces la lluvia envenenaba la tierra y el aire olía
mal, dejando un fuerte sabor metálico en la boca.
Su padre verdadero, de quien apenas recordaba el roce de
las mejillas contra su barba dura y el calor de sus
cuando volvía del trabajo cada tarde,
murió como un héroe intentando apagar el gran fuego
que después de tantos años aún mantenía viva la llama
en su sarcófago de hormigón.
Su madre murió también después de una larga y dolorosa
enfermedad, sus pulmones no soportaron la larga exposición bajo la nube radioactiva.Siempre la recordaría consumida y fría, inerte sobre la estrecha cama de hospital en la que se la llevaron para siempre delante de sus ojos cegados por las lágrimas, manando como ríos por las pendientes de sus mejillas hasta disolverse en la espuma de sus labios de niña.
Pero sí, Gento era maravilloso. La había sacado de aquél
centro de acogida para niños afectados por la catástrofe y
sin familia, lugar siniestro donde vio regresar a
otros que partieron antes y que, tal vez, no supieron adaptarse. Mas estaba segura de que Gento - no entendía por qué le llamaban así, pues ése no era su nombre -,
siempre la querría; y ella hacía lo imposible para que así fuera.
Desde que él la trajo al país del sol, su cariño por ella había
aumentado en la misma medida que la confianza que ella
sentía por él, pues todas las cosas que Gento le había contado sobre cómo sería su nueva vida, todas las promesas, se habían cumplido con creces.
La esposa de Gento, a quien sólo conocía por las fotos,
había muerto pocos meses antes de su llegada consumida
por un cáncer. Consiguió saborear el regalo que él le prometiera cuando recibieron la confirmación de la
adopción, pero no resistió lo suficiente para cumplir su deseo de ser madre al fin.
Él era buenísimo, nunca mostraba con ella tristeza, desánimo o molestia, todo lo contrario. Natsia - así la llamaba- era revulsivo que aportaba un sentido
nuevo a su vida, que calmó de pronto su inmenso
dolor y compensó la pérdida tan grande que había
sufrido; de otro modo, su vida habría quedado vacía
para siempre.
Natsia estaba entusiasmada, a Gento le sobraban todas las
palabras que ella aún no entendía bien, para explicarle
con ademanes y gestos que el día que había amanecido
esplendoroso, magnífico, iba a ser inolvidable, algo único
por primera vez en su vida.
Desde que él la trajo al país del sol, su cariño por ella había
aumentado en la misma medida que la confianza que ella
sentía por él, pues todas las cosas que Gento le había contado sobre cómo sería su nueva vida, todas las promesas, se habían cumplido con creces.
La esposa de Gento, a quien sólo conocía por las fotos,
había muerto pocos meses antes de su llegada consumida
por un cáncer. Consiguió saborear el regalo que él le prometiera cuando recibieron la confirmación de la
adopción, pero no resistió lo suficiente para cumplir su deseo de ser madre al fin.
Él era buenísimo, nunca mostraba con ella tristeza, desánimo o molestia, todo lo contrario. Natsia - así la llamaba- era revulsivo que aportaba un sentido
nuevo a su vida, que calmó de pronto su inmenso
dolor y compensó la pérdida tan grande que había
sufrido; de otro modo, su vida habría quedado vacía
para siempre.
Natsia estaba entusiasmada, a Gento le sobraban todas las
palabras que ella aún no entendía bien, para explicarle
con ademanes y gestos que el día que había amanecido
esplendoroso, magnífico, iba a ser inolvidable, algo único
por primera vez en su vida.
Agarrados de la mano salieron en pos del jaleo que se oía a
lo lejos. En la diminuta mochila que cargaba a su espalda,
Natsia llevaba la cámara de fotos con la que pretendía
retener para siempre su gran experiencia de ese día;
secuencia a secuencia, segundo a segundo.
Gento había colgado de su cuello, sobre la pañoleta roja,
unos pequeños catalejos para que pudiera verlo todo sin
perderse un detalle.
Los coches amurallaban las aceras y las calles se llenaban de personas de todas las edades acudiendo al punto de encuentro.Unas a otras se trasmitían las noticias que sucedían más lejos, en tiempo real, de modo que todos sabían lo que estaba pasando aunque no pudieran verlo “in situ”.
Accedieron por la cuesta empinada, por la antigua senda
empedrada que conducía al pueblo viejo. Subieron hasta el
último teso, que a ella le pareció “la última colina de los
Apaches”; abarrotada de gente esperando impaciente,
bulliciosa; creando un rumor distinto al que existía
cualquier otro día.
Desde allí podía verse la carretera que cruzaba el arrabal
lena de gente, de coches, de motos de todas las clases, de caravanas y bóxeres de caballos. Unos esperaban de pie y otros se apiñaban en los remolques y sobre los muros bajos de las casas cercanas a la carretera.
Algunos jinetes, a lomos de sus engalanados
caballos, orgullosos de sus crines trenzadas y de sus colas
recogidas para la ocasión, esperaban en el anfiteatro de la
ladera para cerrar el paso por aquella parte, descansando en el suelo polvoriento el peso de sus enormes lanzas de madera con puya de hierro.
Desde el otro lado del cerro se distinguía a lo lejos, allá
donde terminaban las tierras de cultivo y comenzaba el
verde pinar, un numeroso grupo de jinetes a caballo,
con sus lanzas apuntando al cielo azul mientras escoltaban
cuatro hermosos novillos negros, que caminaban agrupados.
-Mira Natsia, mira allí -. A Natsia apenas le dio tiempo para
decir nada.
- Allí, ¿no les ves?- le dijo Gento-. Allí, entre los caballos.
¿A que son bonitos?
Natsia tomó en sus manos los catalejos y acercó la escena a
sus ojos, que por vez primera contemplaron la hermosura de
aquellas bestias tan devotamente admiradas por las gentes del lugar. La partida de jinetes, caballos y toros, fue acercándose al arrabal de forma lenta y pausada para evitar que una nube de polvo los envolviera a todos mientras cruzaban las tierras de pajas de cereal, trilladas por los largos meses de verano y el fuerte calor.
Su imagen se hacía cada vez más nítida a los ojos
expectantes de Natsia, que por nada dejaba de mirar a través de sus prismáticos.
-¡Qué bonitos!- se atrevió a decir-. ¡Son bonitos Gento, me gustan!
lo lejos. En la diminuta mochila que cargaba a su espalda,
Natsia llevaba la cámara de fotos con la que pretendía
retener para siempre su gran experiencia de ese día;
secuencia a secuencia, segundo a segundo.
Gento había colgado de su cuello, sobre la pañoleta roja,
unos pequeños catalejos para que pudiera verlo todo sin
perderse un detalle.
Los coches amurallaban las aceras y las calles se llenaban de personas de todas las edades acudiendo al punto de encuentro.Unas a otras se trasmitían las noticias que sucedían más lejos, en tiempo real, de modo que todos sabían lo que estaba pasando aunque no pudieran verlo “in situ”.
Accedieron por la cuesta empinada, por la antigua senda
empedrada que conducía al pueblo viejo. Subieron hasta el
último teso, que a ella le pareció “la última colina de los
Apaches”; abarrotada de gente esperando impaciente,
bulliciosa; creando un rumor distinto al que existía
cualquier otro día.
Desde allí podía verse la carretera que cruzaba el arrabal
lena de gente, de coches, de motos de todas las clases, de caravanas y bóxeres de caballos. Unos esperaban de pie y otros se apiñaban en los remolques y sobre los muros bajos de las casas cercanas a la carretera.
Algunos jinetes, a lomos de sus engalanados
caballos, orgullosos de sus crines trenzadas y de sus colas
recogidas para la ocasión, esperaban en el anfiteatro de la
ladera para cerrar el paso por aquella parte, descansando en el suelo polvoriento el peso de sus enormes lanzas de madera con puya de hierro.
Desde el otro lado del cerro se distinguía a lo lejos, allá
donde terminaban las tierras de cultivo y comenzaba el
verde pinar, un numeroso grupo de jinetes a caballo,
con sus lanzas apuntando al cielo azul mientras escoltaban
cuatro hermosos novillos negros, que caminaban agrupados.
-Mira Natsia, mira allí -. A Natsia apenas le dio tiempo para
decir nada.
- Allí, ¿no les ves?- le dijo Gento-. Allí, entre los caballos.
¿A que son bonitos?
Natsia tomó en sus manos los catalejos y acercó la escena a
sus ojos, que por vez primera contemplaron la hermosura de
aquellas bestias tan devotamente admiradas por las gentes del lugar. La partida de jinetes, caballos y toros, fue acercándose al arrabal de forma lenta y pausada para evitar que una nube de polvo los envolviera a todos mientras cruzaban las tierras de pajas de cereal, trilladas por los largos meses de verano y el fuerte calor.
Su imagen se hacía cada vez más nítida a los ojos
expectantes de Natsia, que por nada dejaba de mirar a través de sus prismáticos.
-¡Qué bonitos!- se atrevió a decir-. ¡Son bonitos Gento, me gustan!
En Gento no cabía en aquel momento mayor felicidad:
-Mira, ¿los ves ahora? Pronto los “picarán” para tomar con
fuerza la revuelta y conducirlos por la empedrada hasta
la plaza -. También estaba repleta de gente, que desde
sus gradas más elevadas seguían el “encierro” que comenzaba a librarse abajo, en el anfiteatro que formaban las casas del arrabal junto a la ladera.
Los picaron en la revuelta, una vez superado el punto más
próximo a la carretera, y entre una nube de polvo que se
levantó de pronto bajo los cascos de los caballos, espoleados
entonces por sus resueltos jinetes, la partida comenzó a
estirarse mientras los toros seguían su estela ladera arriba.
Uno de ellos se revolvió de pronto saliéndose del recorrido
trazado e iniciando una carrera en estampida hacia
la gente, que como un muro de contención se levantaba en la
carretera a la entrada del arrabal. Un hombre ya viejo cayó
al suelo en su retirada, al tiempo que el toro perdía las manos y daba con su hocico en el suelo, a pocos metros de él.
El clamor de almas reunidas liberó un grito de angustia que
quedó roto por el silencio que llegó después, cuando un
valiente jinete y su caballo realizaron un quiebro al toro,
que había conseguido levantarse y que amenazaba con
empitonar al hombre, aún tendido en el suelo. El jinete
llegó a tocar uno de sus pitones afilados con su mano
provocando al toro, que se giró para seguir el movimiento
del jinete y su caballo, lo que entretuvo al animal el tiempo
suficiente para poder retirar al hombre del peligro.
Un ¡Olé! grandioso sonó entre la multitud, al tiempo
que caballo y jinete se pavoneaban mientras recortaban,
una y otra vez, al precioso novillo azabache.
-Gento, Gento…Se había agarrado a sus pantalones
impulsada por lo impresionante de la escena que acababa de contemplar, asustada de verdad.
-¡Gento, Gento!-. Pero él seguía impasible, como si no se diera cuenta.
-Papá, papá – dijo Natsia-. Entonces, él volvió hacia ella
su mirada y se agachó para abrazarla.
-Natsia, hija mía, no tengas miedo.- Dijo entonces mientras
la estrechaba en su pecho y acariciaba sus cabellos, rubios
como las mieses doradas.
- Estás con tu padre y nada malo puede pasarte. Mira como entran con ellos en la plaza-. Le decía sabiendo que apenas entendía sus palabras.
Pero no le importaba, porque en aquel momento los dos se
habían unido en un mismo sentimiento; y nada ni nadie,
ni el tiempo, ni la distancia, conseguirían separarlos nunca.
-Mira, ¿los ves ahora? Pronto los “picarán” para tomar con
fuerza la revuelta y conducirlos por la empedrada hasta
la plaza -. También estaba repleta de gente, que desde
sus gradas más elevadas seguían el “encierro” que comenzaba a librarse abajo, en el anfiteatro que formaban las casas del arrabal junto a la ladera.
Los picaron en la revuelta, una vez superado el punto más
próximo a la carretera, y entre una nube de polvo que se
levantó de pronto bajo los cascos de los caballos, espoleados
entonces por sus resueltos jinetes, la partida comenzó a
estirarse mientras los toros seguían su estela ladera arriba.
Uno de ellos se revolvió de pronto saliéndose del recorrido
trazado e iniciando una carrera en estampida hacia
la gente, que como un muro de contención se levantaba en la
carretera a la entrada del arrabal. Un hombre ya viejo cayó
al suelo en su retirada, al tiempo que el toro perdía las manos y daba con su hocico en el suelo, a pocos metros de él.
El clamor de almas reunidas liberó un grito de angustia que
quedó roto por el silencio que llegó después, cuando un
valiente jinete y su caballo realizaron un quiebro al toro,
que había conseguido levantarse y que amenazaba con
empitonar al hombre, aún tendido en el suelo. El jinete
llegó a tocar uno de sus pitones afilados con su mano
provocando al toro, que se giró para seguir el movimiento
del jinete y su caballo, lo que entretuvo al animal el tiempo
suficiente para poder retirar al hombre del peligro.
Un ¡Olé! grandioso sonó entre la multitud, al tiempo
que caballo y jinete se pavoneaban mientras recortaban,
una y otra vez, al precioso novillo azabache.
-Gento, Gento…Se había agarrado a sus pantalones
impulsada por lo impresionante de la escena que acababa de contemplar, asustada de verdad.
-¡Gento, Gento!-. Pero él seguía impasible, como si no se diera cuenta.
-Papá, papá – dijo Natsia-. Entonces, él volvió hacia ella
su mirada y se agachó para abrazarla.
-Natsia, hija mía, no tengas miedo.- Dijo entonces mientras
la estrechaba en su pecho y acariciaba sus cabellos, rubios
como las mieses doradas.
- Estás con tu padre y nada malo puede pasarte. Mira como entran con ellos en la plaza-. Le decía sabiendo que apenas entendía sus palabras.
Pero no le importaba, porque en aquel momento los dos se
habían unido en un mismo sentimiento; y nada ni nadie,
ni el tiempo, ni la distancia, conseguirían separarlos nunca.