El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

domingo, 29 de abril de 2012

LA GRAN AVENTURA DE NATSIA.







Se había pasado la noche soñando despierta, imaginando
sensaciones, emociones nuevas que experimentaría el día siguiente. Todo recogido y preparado antes de acostarse, como su padre le dijera: -Mañana es el gran día, no olvides nada.

Era el ser más maravilloso que existía, aunque no fuera
realmente “su padre”. Había ido a buscarla muy lejos, a
un país donde el cielo se incendió una tarde de invierno, y
desde entonces la lluvia envenenaba la tierra y el aire olía
mal, dejando un fuerte sabor metálico en la boca.
Su padre verdadero, de quien apenas recordaba el roce de
las mejillas contra su barba dura y el calor de sus
cuando volvía del trabajo cada tarde,
murió como un héroe intentando apagar el gran fuego
que después de tantos años aún mantenía viva la llama
en su sarcófago de hormigón.
Su madre murió también después de una larga y dolorosa
enfermedad, sus pulmones no soportaron la larga exposición bajo la nube radioactiva.Siempre la recordaría consumida y fría, inerte sobre la estrecha cama de hospital en la que se la llevaron para siempre delante de sus ojos cegados por las lágrimas, manando como ríos por las pendientes de sus mejillas hasta disolverse en la espuma de sus labios de niña.

Pero sí, Gento era maravilloso. La había sacado de aquél
centro de acogida para niños afectados por la catástrofe y
sin familia, lugar siniestro donde vio regresar a
otros que partieron antes y que, tal vez, no supieron adaptarse. Mas estaba segura de que Gento - no entendía por qué le llamaban así, pues ése no era su nombre -,
siempre la querría; y ella hacía lo imposible para que así fuera.











Desde que él la trajo al país del sol, su cariño por ella había
aumentado en la misma medida que la confianza que ella
sentía por él, pues todas las cosas que Gento le había contado sobre cómo sería su nueva vida, todas las promesas, se habían cumplido con creces.
La esposa de Gento, a quien sólo conocía por las fotos,
había muerto pocos meses antes de su llegada consumida
por un cáncer. Consiguió saborear el regalo que él le prometiera cuando recibieron la confirmación de la
adopción, pero no resistió lo suficiente para cumplir su deseo de ser madre al fin.

Él era buenísimo, nunca mostraba con ella tristeza, desánimo o molestia, todo lo contrario. Natsia - así la llamaba- era revulsivo que aportaba un sentido
nuevo a su vida, que calmó de pronto su inmenso
dolor y compensó la pérdida tan grande que había
sufrido; de otro modo, su vida habría quedado vacía
para siempre.

Natsia estaba entusiasmada, a Gento le sobraban todas las
palabras que ella aún no entendía bien, para explicarle
con ademanes y gestos que el día que había amanecido
esplendoroso, magnífico, iba a ser inolvidable, algo único
por primera vez en su vida.
Agarrados de la mano salieron en pos del jaleo que se oía a
lo lejos. En la diminuta mochila que cargaba a su espalda,
Natsia llevaba la cámara de fotos con la que pretendía
retener para siempre su gran experiencia de ese día;
secuencia a secuencia, segundo a segundo.
Gento había colgado de su cuello, sobre la pañoleta roja,
unos pequeños catalejos para que pudiera verlo todo sin
perderse un detalle.

Los coches amurallaban las aceras y las calles se llenaban de personas de todas las edades acudiendo al punto de encuentro.Unas a otras se trasmitían las noticias que sucedían más lejos, en tiempo real, de modo que todos sabían lo que estaba pasando aunque no pudieran verlo “in situ”.






Accedieron por la cuesta empinada, por la antigua senda
empedrada que conducía al pueblo viejo. Subieron hasta el
último teso, que a ella le pareció “la última colina de los
Apaches”; abarrotada de gente esperando impaciente,
bulliciosa; creando un rumor distinto al que existía
cualquier otro día.
Desde allí podía verse la carretera que cruzaba el arrabal
lena de gente, de coches, de motos de todas las clases, de caravanas y bóxeres de caballos. Unos esperaban de pie y otros se apiñaban en los remolques y sobre los muros bajos de las casas cercanas a la carretera.








Algunos jinetes, a lomos de sus engalanados
caballos, orgullosos de sus crines trenzadas y de sus colas
recogidas para la ocasión, esperaban en el anfiteatro de la
ladera para cerrar el paso por aquella parte, descansando en el suelo polvoriento el peso de sus enormes lanzas de madera con puya de hierro.
Desde el otro lado del cerro se distinguía a lo lejos, allá
donde terminaban las tierras de cultivo y comenzaba el
verde pinar, un numeroso grupo de jinetes a caballo,
con sus lanzas apuntando al cielo azul mientras escoltaban
cuatro hermosos novillos negros, que caminaban agrupados.

-Mira Natsia, mira allí -. A Natsia apenas le dio tiempo para
decir nada.

- Allí, ¿no les ves?- le dijo Gento-. Allí, entre los caballos.

¿A que son bonitos?

Natsia tomó en sus manos los catalejos y acercó la escena a
sus ojos, que por vez primera contemplaron la hermosura de
aquellas bestias tan devotamente admiradas por las gentes del lugar. La partida de jinetes, caballos y toros, fue acercándose al arrabal de forma lenta y pausada para evitar que una nube de polvo los envolviera a todos mientras cruzaban las tierras de pajas de cereal, trilladas por los largos meses de verano y el fuerte calor.
Su imagen se hacía cada vez más nítida a los ojos
expectantes de Natsia, que por nada dejaba de mirar a través de sus prismáticos.

-¡Qué bonitos!- se atrevió a decir-. ¡Son bonitos Gento, me gustan!
En Gento no cabía en aquel momento mayor felicidad:











-Mira, ¿los ves ahora? Pronto los “picarán” para tomar con
fuerza la revuelta y conducirlos por la empedrada hasta
la plaza -. También estaba repleta de gente, que desde
sus gradas más elevadas seguían el “encierro” que comenzaba a librarse abajo, en el anfiteatro que formaban las casas del arrabal junto a la ladera.

Los picaron en la revuelta, una vez superado el punto más
próximo a la carretera, y entre una nube de polvo que se
levantó de pronto bajo los cascos de los caballos, espoleados
entonces por sus resueltos jinetes, la partida comenzó a
estirarse mientras los toros seguían su estela ladera arriba.
Uno de ellos se revolvió de pronto saliéndose del recorrido
trazado e iniciando una carrera en estampida hacia
la gente, que como un muro de contención se levantaba en la
carretera a la entrada del arrabal. Un hombre ya viejo cayó
al suelo en su retirada, al tiempo que el toro perdía las manos y daba con su hocico en el suelo, a pocos metros de él.

El clamor de almas reunidas liberó un grito de angustia que
quedó roto por el silencio que llegó después, cuando un
valiente jinete y su caballo realizaron un quiebro al toro,
que había conseguido levantarse y que amenazaba con
empitonar al hombre, aún tendido en el suelo. El jinete
llegó a tocar uno de sus pitones afilados con su mano
provocando al toro, que se giró para seguir el movimiento
del jinete y su caballo, lo que entretuvo al animal el tiempo
suficiente para poder retirar al hombre del peligro.
Un ¡Olé! grandioso sonó entre la multitud, al tiempo
que caballo y jinete se pavoneaban mientras recortaban,
una y otra vez, al precioso novillo azabache.

-Gento, Gento…Se había agarrado a sus pantalones
impulsada por lo impresionante de la escena que acababa de contemplar, asustada de verdad.

-¡Gento, Gento!-. Pero él seguía impasible, como si no se diera cuenta.

-Papá, papá – dijo Natsia-. Entonces, él volvió hacia ella
su mirada y se agachó para abrazarla.

-Natsia, hija mía, no tengas miedo.- Dijo entonces mientras
la estrechaba en su pecho y acariciaba sus cabellos, rubios
como las mieses doradas.

- Estás con tu padre y nada malo puede pasarte. Mira como entran con ellos en la plaza-. Le decía sabiendo que apenas entendía sus palabras.
Pero no le importaba, porque en aquel momento los dos se
habían unido en un mismo sentimiento; y nada ni nadie,
ni el tiempo, ni la distancia, conseguirían separarlos nunca.

















viernes, 27 de abril de 2012

UN CUENTO CHINO.





Salió para dar su paseo diario cuando al fin cedió el calor y el sol comenzaba a aproximaba al horizonte, como hacía todas las tardes desde que empezara el verano. Protegía sus ojos cansados por el paso de los años con unas gafas gruesas de pasta oscura, con grandes cristales ahumados, para que la luz crepuscular no dañara más su vista precaria y débil. La luz que se había prometido contemplar hasta que llegara el fin de sus días y no pudiera salir en su búsqueda.

Se había aliado con la vida, ahora que por fin sabía que la suya estaba próxima a concluir. La misma muerte que le había enseñado los dientes se resistía a dar el último bocado a su presa, pero él era consciente de que sólo el tiempo lo separaba de caer en sus garras. Y se aferró a ese tiempo para reconocerse en todo lo que despreció por no saber comprender; para ser tolerante consigo mismo y poder despedirse de lo que amó, como había echo primero con aquello que le arrastró a la lucha que ahora daba por terminada, pues había firmado la paz con la vida misma, con quien siempre libró combate hostil. 





Al fin logró ser el hombre que siempre deseó y que su carácter le había negado durante largo tiempo, casi una vida entera. Y era feliz porque había conseguido apagar su fuego interior salvando de él a su alma, oscurecida por las acciones. Se había reconciliado con todos los seres, con todas las cosas, y reconocía el sentido que cada una contenía, el lugar y el tiempo que a cada uno correspondían.
Era el respeto por todo aquello que antes despreciara lo que   convertía ahora cada cosa y cada ser en algo imprescindible en su existir, algo que buscaba día a día esperando encontrar en el mismo sitio como signo de perpetuidad. Como el sol que se ocultaba en la tierra para nacer de ella cada mañana, o como el viejo lagarto verde de panza amarilla, que todas las tardes tomaba el sol sobre los adobes arroñados de la vieja casa contigua a la suya antes de ser sorprendido por sus pasos, y  que se camuflaba entre los cardos y la yerba que crecía contra la fachada.

La vida se había vuelto tan sagrada para él, que incluso en las piedras del camino era capaz de reconocerla. 
La misma vida que escapaba de su ser brotaba en cada elemento, en cada criatura, por insignificante que fuera; y su contemplación hacía que el dolor de su cuerpo agotado se fundiera en el placer de disolverse en lo intemporal, lo imperecedero.
Así había conseguido admitir que otra vida peleaba por sobrevivir dentro de él. Y reconociéndose en ella se había negado a luchar, pues había pactado con la vida en todas sus formas.

Se detuvo un momento para mirar más allá de la verja pintada de negro en el portal encalado, donde por un  momento liberó sus recuerdos. Después regresó de camino a casa dejando atrás el cementerio y al sol que descendía tornándose más rojo sobre el horizonte para pintar el cielo con su color.
Paró un momento y se volvió para mirarlo otra vez antes de que desapareciera del todo; después se dio la vuelta para emprender el regreso, agobiado un poco por las nubes de diminutos mosquitos que aparecían por aquellas horas todos los días, agitados por la escasez de luz.
Sus pies cansados, igual que todo su cuerpo, hicieron que se detuviera en varias ocasiones, lo que provocó que ese día llegará de vuelta al pueblo con las primeras sombras de la noche.



A escasos pasos de su casa pisó algo blando que se deslizó bajo sus pies y que hizo que se moviera la yerba en la fachada, produciendo en él una sensación extraña. Era imposible para él distinguir nada por mucho que mirase, su escasa vista y la oscuridad que reinaba se lo hacían imposible. Entonces un frío terrible, unido a una desazón sin límites, inundó todo su ser cambiando radicalmente su ánimo.
Pensó en ese momento en su amigo, el lagarto verde de panza amarilla, y una imagen se grabó en su mente; una imagen que no le abandonaría aquella noche y que le negaría el sueño reparador.

Se había convencido de haber pisado a su amigo, de haberle infligido un dolor tan fuerte capaz de terminar con su vida, y su corazón se había entristecido otra vez pensando que nada tenía sentido, que todo su afán por preservar la vida que le quedaba sólo propiciaba la muerte que lo esperaba. Y volvió a caer en la depresión profunda de las contrariedades que sin desearlo se producían.

Apenas pudo levantarse la mañana después; su ánimo destrozado por la tristeza de los remordimientos le impulsaban a quedarse inmóvil, a no hacer nada, como si el día siguiente ya no existiera para él. Pero los pájaros cantaban fuera, y el sol llenaba de luz cada rendija de tal manera, que ni siquiera los cuarterones cerrados de las ventanas y las puertas podían contener. 
Entonces un impulso le hizo levantar. 

- Sí, es posible que aún esté ahí si ha perecido bajo mis pies - se decía -. Si no está, puede que se haya salvado.

Mal vestido salió a la calle andando pausadamente y con la vista clavada en el suelo durante los escasos pasos que lo separaban de su objetivo.
Al llegar a la esquina de la vieja casa de adobe donde creía haber pisado a su amigo el lagarto, encontró un manojo de puerros aplastados en la acera sobre los que reconoció su pisada, al agacharse par recogerlos. Entonces recobró de pronto su júbilo del día anterior y se dio cuenta de la fragilidad del hombre ante sus sentimientos y de cómo éstos logran a veces confundirlo.



Reconfortado de nuevo, se prometió que nunca más se dejaría llevar por sus sentimientos.

lunes, 23 de abril de 2012

El adiestrador de mandriles.











- Me encuentro perdido y no se qué camino seguir ahora - insistieron las palabras -. Dime hacia dónde dirigir mis pasos en esta sociedad que se muestra desconcertada, huérfana de valores en un mundo que se transforma deprisa, sin dar tregua ni marcha atrás -. Y el sentir se reveló:

- El mundo sigue su lenta transformación, somos los hombres quienes avanzamos más deprisa. Por lo tanto, la tregua que necesitamos está en nosotros mismos, pues sólo nuestro es el ritmo que imprimimos a la vida. Atrás quedaron los tiempos primitivos, donde las transformaciones naturales condicionaban la evolución y el desarrollo de la especie humana. Somos ahora nosotros, precisamente, quienes influimos más directamente sobre el medio natural, por lo que sí existe la razón para el sosiego necesario que nos permita recapacitar, reflexionar sobre lo que nos conviene. Es verdad que el mundo no da marcha atrás en sus transformaciones.
Pongamos entonces las grandes capacidades que nos asisten  en el fabuloso reto de expansionar nuestra civilización a otros mundos, ya que éste se ha quedado pequeño para nuestras pretensiones.




- No desaparecen nunca los valores auténticos, aquellos que llevan siempre al triunfo del ser humano, pues sobre ellos se asientan los principios básicos de su organización social, que le permiten, a pesar del desastre, resurgir de nuevo. Y no envejecen, ni se pierden, pues nacen de su sentimiento para reinar sobre el resto de las especies y alumbrar su porvenir.

Somos los hombres los que deliberadamente nos apartamos de los valores aprendidos, transmitidos de generación en generación, por herencia genética, para entregarnos al individualismo que nuestra vanidad alimenta.
Olvidamos, más por soberbia que por ignorancia, que nuestra individualidad se disuelve en la totalidad de las cosas para permitir que el mundo sea completo, y que sólo la cesión de nuestra individualidad, entera, sin reservas ni condicionantes al resto que nos rodea, posibilita su realización verdadera.

Estamos hechos para explosionar y expandirnos, no para contenernos. En la explosión está nuestro origen, y expandirnos es la razón.
Cada vez que nos volcamos en nuestra individualidad para darnos cosas, para poseerlas, nos estamos conteniendo, y al hacerlo nos apartamos de los principios, de los cimientos de nuestra civilización.
Nuestras individualidades, fuera de la auto-complacencia y puestas al servicio de la contribución social, propician los cambios necesarios al tiempo que aportan felicidad individual y colectiva. Sólo aquello que hacemos por otros contribuye a afianzarnos; aquello que sólo sacia nuestra ansiedad nos hace débiles y decadentes.


No fracasan los valores, son los hombres quienes lo hacen cuando de ellos se apartan.
Los valores no envejecen, son inalterables y eternos y sirven de luz a las generaciones, pues nunca conducen al fracaso, al espejismo inútil que el deseo de ser, por encima de todo, arrastra a los hombres. 














lunes, 16 de abril de 2012

El mundo futuro.




Desterraremos la nostalgia en la que nos vemos hundidos añorando el tiempo que ya pasó, cuando nos creímos más felices y seguros.
Reconoceremos que el mundo cambia demasiado lento para el discurrir de nuestras cortas vidas, y que tenemos la necesidad imperiosa de transformarlo para adaptarnos a él. 
Admitiremos que es como es, también por nosotros; y que sin nosotros aún sería más inhóspito, más terrible.

La obra del hombre no va contra el mundo, perdura dibujando su rostro para siempre, haciendo que se reinvente a cada momento para no tener final.
Un mundo lleno de vida inteligente donde el hombre es la avanzada de su evolución imparable, destinado a trasmitir vida a otros mundos para sobrevivir.




Dejaremos atrás el pasado para continuar construyendo nuestro futuro, pues no es cierto que todo esté inventado. El hombre no hace tanto que echó a andar y está apunto de elevar sus pies sobre el polvo en el que encontró la vida,  expandiéndola más allá de sus orígenes para trasmitirla a otros espacios.

No temeremos más el tiempo que vendrá, ni la forma que adoptará el mundo que conozcamos, pues asumiremos por fin, sin prejuicios falsos, nuestra fuerza creadora; en la que como siempre conservaremos lo mejor de nosotros mismos para identificarnos.



Quienes ya se fueron, lo hicieron después de haber conocido un mundo radicalmente distinto a aquel que los vio nacer, inimaginable en su momento; un mundo al que también temieron y que nunca dejó de sorprenderlos y de fascinarlos.

Pongamos en marcha ya nuestros sueños; hemos vivido haciendo realidad los sueños de quienes nos precedieron. El futuro será lo que seamos capaces de soñar ahora, y el mundo nos exige soñar para cambiarlo de nuevo, aunque no seamos nosotros quienes disfrutemos despertando a él.

viernes, 13 de abril de 2012

No cambiaré nada.





No voy a cambiar ahora, pues he llegado hasta aquí nadando contra corriente, agarrándome a la orilla para no ser arrastrado por su furia en los momentos de crecida.

He ocultado mi dolor lo mejor que he podido, a nadie importaba; y no lo desterré de mí para dejarme llevar por la ola de la ambición y del éxito; mas al contrario, me aferré a él y continué la senda que nadie creyó ver. Y el peso de su carga, excesiva para otros, hizo que me mantuviera amarrado ante la corriente impetuosa que conducía a la gran catarata del vacío, que se llevó sus sueños corriente abajo, como a la espuma que surge bajo el torrente y que lentamente se disuelve en el agua que sigue su discurrir imparable.









No, no cambiaré, pues me mantuve sereno en medio de la locura que arrastró a otros hombres a empeñar sus sueños, creyendo que un día los volverían a recuperar. Y acepté su incredulidad, su sorpresa, su risa y hasta su desprecio, porque no quise vender aquello a lo que otros habían puesto precio.
Mi reliquia, mi baratija despreciada sobrevivió al vendaval y se mantuvo después a flote, remansada en la orilla con el agua tranquila, casi inmóvil.









Y seré optimista, creeré más fuerte en mi futuro, ya que pasada la devastadora tormenta todo está por hacer, por reinventar. No me sirve el pesimismo que se ha cernido en las conciencias de quienes no me acompañaron, como no le sirvió a ellas el mío cuando todo les parecía sonreír. Entonces no se podía frenar el desastre sin pesimismo, y ahora este mismo sentimiento impide seguir avanzando.






lunes, 9 de abril de 2012

El destino de vivir.


- Hallé en sus palabras lo que de niño me negué a aceptar por imposible, pues entonces no comprendía que los hombres tuvieran escrito su destino antes de nacer. Por eso, cuando mi razón permitió que escapara, abandone la senda marcada para abrirme un nuevo horizonte, sin más ataduras que las impuestas por mi voluntad.
Pero fracasé, naufragué en un mar de destinos escritos por los deseos de quienes llegaron antes, como intruso inexperto que se ofrece cuando comienza la tormenta.






Otro barco me rescató de las aguas frías del desconcierto en el que se habían hundido mis sueños, demasiado frescos todavía, ingenuos aún, a pesar del fuerte desengaño. Mas pronto sería abandonado de nuevo a la deriva como un polizón descubierto en alta mar y del que nadie quiso saber.





Y retorné cual hijo pródigo, desnudo por dentro y desolado por fuera, inmensamente necesitado y confundido. Renuncié a todo aquello en lo que había creído con más fuerza que razón y me entregué a la espera mortecina que conduce a ninguna parte; sin que nada se me exigiera, como fruta verde en el árbol que espera madurar para desprenderse de la rama.







Esperé y esperé, mientras el tiempo se perdía dejando mis manos vacías y mi corazón herido por otros destinos, que se cumplieron sin quererlo y que formaban parte del mío.
Y me acostumbre a no esperar nada de mí, para no tener que sufrir otra vez el desengaño de mis ilusiones. Pero fracasé de nuevo, pues el abandono de mi iniciativa hizo que sufriera el fracaso de otro, que invirtió en mí para no perder.










Y el fracaso sería el motivo de mi primer éxito, cuando rompí las cadenas que creí insalvables, que me atarían para siempre. Luché por mí y conseguí no perder la siguiente batalla: esa fue mi primera victoria. Y en la soledad de la lucha, ahora consciente del peligro, abrí de nuevo mis alas a los sueños, a las ganas de afirmación, de revelar mi valor.









Mas creí en mí, pues sabía que nadie iba a hacerlo si no era capaz de entregarme de nuevo. Y en ese desafío me encontré con el amor verdadero, aquel que siempre aparece cuando se busca desde el conocimiento y la comprensión, desde las esperanzas y los deseos, desde el compromiso para engendrar un nuevo destino.









Y engendré para crecer, por fuera y por dentro, pues el hombre que aún se desconocía a sí mismo, despertó para crecer al lado del niño recién nacido y hacer más fuerte el amor que todo lo hace posible, y para el que no cuentan las adversidades del porvenir. 











Pero no es fácil el camino del amor, pues retorna siempre al principio de las cosas, a la vida que le ha dado forma y que está llena de dolor; dolor que nos impulsa a revelarnos para subsistir y que un día será imprescindible para que cese también nuestra llama.








martes, 3 de abril de 2012

Los restos del naufragio.







- Soporté la burla, la risa sorda de la corrupción a mis espaldas. El desprecio en su mirada apartándose de mi camino puro, sin pretensiones; y la envidia por mi libertad, sin hipotecar con el "debe" de los deseos concedidos por el "genio" de la ambición.


Procuré conservar mi ingenuidad a sabiendas de lo que perdería por querer ganar, y que nunca más tendría. Nadé contracorriente mientras duró la tempestad y arribé salvo en la playa de la desolación, donde el resto del naufragio llegó destrozado, hecho astillas.


Desnudo, miré el horizonte sobre el mar en calma tras la borrasca, bajo los nubarrones negros llorando lágrimas de desengaño, presagio de una tormenta mayor. Y rescaté de la arena aquello que se salvo a mi lado, sin lo cuál yo tampoco me habría salvado; aquello que no vendí para saciar mis deseos y que conservé en mi interior como una reliquia, cuando nadie creía en su valor.