Salió para dar su paseo diario cuando al fin cedió el calor y el sol comenzaba a aproximaba al horizonte, como hacía todas las tardes desde que empezara el verano. Protegía sus ojos cansados por el paso de los años con unas gafas gruesas de pasta oscura, con grandes cristales ahumados, para que la luz crepuscular no dañara más su vista precaria y débil. La luz que se había prometido contemplar hasta que llegara el fin de sus días y no pudiera salir en su búsqueda.
Se había aliado con la vida, ahora que por fin sabía que la suya estaba próxima a concluir. La misma muerte que le había enseñado los dientes se resistía a dar el último bocado a su presa, pero él era consciente de que sólo el tiempo lo separaba de caer en sus garras. Y se aferró a ese tiempo para reconocerse en todo lo que despreció por no saber comprender; para ser tolerante consigo mismo y poder despedirse de lo que amó, como había echo primero con aquello que le arrastró a la lucha que ahora daba por terminada, pues había firmado la paz con la vida misma, con quien siempre libró combate hostil.
Al fin logró ser el hombre que siempre deseó y que su carácter le había negado durante largo tiempo, casi una vida entera. Y era feliz porque había conseguido apagar su fuego interior salvando de él a su alma, oscurecida por las acciones. Se había reconciliado con todos los seres, con todas las cosas, y reconocía el sentido que cada una contenía, el lugar y el tiempo que a cada uno correspondían.
Era el respeto por todo aquello que antes despreciara lo que convertía ahora cada cosa y cada ser en algo imprescindible en su existir, algo que buscaba día a día esperando encontrar en el mismo sitio como signo de perpetuidad. Como el sol que se ocultaba en la tierra para nacer de ella cada mañana, o como el viejo lagarto verde de panza amarilla, que todas las tardes tomaba el sol sobre los adobes arroñados de la vieja casa contigua a la suya antes de ser sorprendido por sus pasos, y que se camuflaba entre los cardos y la yerba que crecía contra la fachada.
La vida se había vuelto tan sagrada para él, que incluso en las piedras del camino era capaz de reconocerla.
La misma vida que escapaba de su ser brotaba en cada elemento, en cada criatura, por insignificante que fuera; y su contemplación hacía que el dolor de su cuerpo agotado se fundiera en el placer de disolverse en lo intemporal, lo imperecedero.
Así había conseguido admitir que otra vida peleaba por sobrevivir dentro de él. Y reconociéndose en ella se había negado a luchar, pues había pactado con la vida en todas sus formas.
Se detuvo un momento para mirar más allá de la verja pintada de negro en el portal encalado, donde por un momento liberó sus recuerdos. Después regresó de camino a casa dejando atrás el cementerio y al sol que descendía tornándose más rojo sobre el horizonte para pintar el cielo con su color.
Paró un momento y se volvió para mirarlo otra vez antes de que desapareciera del todo; después se dio la vuelta para emprender el regreso, agobiado un poco por las nubes de diminutos mosquitos que aparecían por aquellas horas todos los días, agitados por la escasez de luz.
Sus pies cansados, igual que todo su cuerpo, hicieron que se detuviera en varias ocasiones, lo que provocó que ese día llegará de vuelta al pueblo con las primeras sombras de la noche.
A escasos pasos de su casa pisó algo blando que se deslizó bajo sus pies y que hizo que se moviera la yerba en la fachada, produciendo en él una sensación extraña. Era imposible para él distinguir nada por mucho que mirase, su escasa vista y la oscuridad que reinaba se lo hacían imposible. Entonces un frío terrible, unido a una desazón sin límites, inundó todo su ser cambiando radicalmente su ánimo.
Pensó en ese momento en su amigo, el lagarto verde de panza amarilla, y una imagen se grabó en su mente; una imagen que no le abandonaría aquella noche y que le negaría el sueño reparador.
Se había convencido de haber pisado a su amigo, de haberle infligido un dolor tan fuerte capaz de terminar con su vida, y su corazón se había entristecido otra vez pensando que nada tenía sentido, que todo su afán por preservar la vida que le quedaba sólo propiciaba la muerte que lo esperaba. Y volvió a caer en la depresión profunda de las contrariedades que sin desearlo se producían.
Apenas pudo levantarse la mañana después; su ánimo destrozado por la tristeza de los remordimientos le impulsaban a quedarse inmóvil, a no hacer nada, como si el día siguiente ya no existiera para él. Pero los pájaros cantaban fuera, y el sol llenaba de luz cada rendija de tal manera, que ni siquiera los cuarterones cerrados de las ventanas y las puertas podían contener.
Entonces un impulso le hizo levantar.
- Sí, es posible que aún esté ahí si ha perecido bajo mis pies - se decía -. Si no está, puede que se haya salvado.
Mal vestido salió a la calle andando pausadamente y con la vista clavada en el suelo durante los escasos pasos que lo separaban de su objetivo.
Al llegar a la esquina de la vieja casa de adobe donde creía haber pisado a su amigo el lagarto, encontró un manojo de puerros aplastados en la acera sobre los que reconoció su pisada, al agacharse par recogerlos. Entonces recobró de pronto su júbilo del día anterior y se dio cuenta de la fragilidad del hombre ante sus sentimientos y de cómo éstos logran a veces confundirlo.
Reconfortado de nuevo, se prometió que nunca más se dejaría llevar por sus sentimientos.
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