- Me encuentro perdido y no se qué camino seguir ahora - insistieron las palabras -. Dime hacia dónde dirigir mis pasos en esta sociedad que se muestra desconcertada, huérfana de valores en un mundo que se transforma deprisa, sin dar tregua ni marcha atrás -. Y el sentir se reveló:
- El mundo sigue su lenta transformación, somos los hombres quienes avanzamos más deprisa. Por lo tanto, la tregua que necesitamos está en nosotros mismos, pues sólo nuestro es el ritmo que imprimimos a la vida. Atrás quedaron los tiempos primitivos, donde las transformaciones naturales condicionaban la evolución y el desarrollo de la especie humana. Somos ahora nosotros, precisamente, quienes influimos más directamente sobre el medio natural, por lo que sí existe la razón para el sosiego necesario que nos permita recapacitar, reflexionar sobre lo que nos conviene. Es verdad que el mundo no da marcha atrás en sus transformaciones.
Pongamos entonces las grandes capacidades que nos asisten en el fabuloso reto de expansionar nuestra civilización a otros mundos, ya que éste se ha quedado pequeño para nuestras pretensiones.
- No desaparecen nunca los valores auténticos, aquellos que llevan siempre al triunfo del ser humano, pues sobre ellos se asientan los principios básicos de su organización social, que le permiten, a pesar del desastre, resurgir de nuevo. Y no envejecen, ni se pierden, pues nacen de su sentimiento para reinar sobre el resto de las especies y alumbrar su porvenir.
Somos los hombres los que deliberadamente nos apartamos de los valores aprendidos, transmitidos de generación en generación, por herencia genética, para entregarnos al individualismo que nuestra vanidad alimenta.
Olvidamos, más por soberbia que por ignorancia, que nuestra individualidad se disuelve en la totalidad de las cosas para permitir que el mundo sea completo, y que sólo la cesión de nuestra individualidad, entera, sin reservas ni condicionantes al resto que nos rodea, posibilita su realización verdadera.
Estamos hechos para explosionar y expandirnos, no para contenernos. En la explosión está nuestro origen, y expandirnos es la razón.
Cada vez que nos volcamos en nuestra individualidad para darnos cosas, para poseerlas, nos estamos conteniendo, y al hacerlo nos apartamos de los principios, de los cimientos de nuestra civilización.
Nuestras individualidades, fuera de la auto-complacencia y puestas al servicio de la contribución social, propician los cambios necesarios al tiempo que aportan felicidad individual y colectiva. Sólo aquello que hacemos por otros contribuye a afianzarnos; aquello que sólo sacia nuestra ansiedad nos hace débiles y decadentes.
No fracasan los valores, son los hombres quienes lo hacen cuando de ellos se apartan.
Los valores no envejecen, son inalterables y eternos y sirven de luz a las generaciones, pues nunca conducen al fracaso, al espejismo inútil que el deseo de ser, por encima de todo, arrastra a los hombres.
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