- Casi no había terminado de abrir el portillo de la vieja puerta de madera, cuando se encendió la luz en la escalera. Al ver asomar su cabecita, llena de rulos dorados, salvajes y alborotados, pensó que ella era el mejor de los regalos. No había día, que tras el turno de tarde, no le esperara impaciente en el descansillo de la escalera para que la cogiera en sus brazos y le estampara la cara con un montón de besos. Era su pequeña.
Su hermano mayor daba la alarma desde la ventana y ella corría a la escalera para recibirlo siempre con una sonrisa jalonada de alegría por los hoyitos de sus carrillos generosos, sonrosados. Lo agarraba por los pelos mientras él la estrechaba con fuerza entre los brazos, y después de darle unos besos, ella empujaba contra su pecho para que la soltara y así escapar de su barba reciente y dura.
Saltó y chilló al verlo entrar cargado con el macuto del trabajo y una gran caja de cartón decorada con motivos navideños.
- ¡Mamá, mamá, papa ya está aquí; y trae una caja grandota! -decía -. ¡Es la cesta, la cesta!
Cerró la puerta y saludó a Pluto, que ladraba con fuerza desde el hueco de la escalera, tras la puerta del patio. Después subió lo más dispuesto y entregado que pudo para repetir el ritual, que aquel año era especial, pues era el primero que en una empresa para la que trabajaba le daban por navidad una cesta llena de dulces y bebidas.
- ¡Mamá, mamá, mira que caja le han dado a papá! - repetía el hijo mayor, que tiraba de ella con fuerza para subirla del descansillo a la vivienda que ocupaban en la primera planta de la casa. - ¡Pesa mucho mama!
La esposa detectó enseguida en la cara de él que todo había salido mal otra vez. Después de darse un beso de bienvenida, él dejó a la pequeña en el suelo para que saliera corriendo tras su hermano, que arrastraba la caja de cartón hasta el salón para enseñársela a los abuelos en medio de una explosión de chillidos, risas y gritos.
El matrimonio entró en la cocina, primera estancia que se abría en la vivienda desde el pasillo, donde una pequeña estufa de carbón en la que cocinaban expandía su calor al resto de la vivienda. Era el principal punto de calefacción de toda la casa. El salón, por ser la estancia más grande y donde pasaban la mayor parte del tiempo, lo calentaban con dos estufas de gas.
Él la miró sin decir nada.
-Te han despedido, ¿a que sí? - Pero él calló; dejó escapar una mueca de dolor bajo los ojos apunto de desbordarse por las lágrimas contenidas. Cuando consiguió tragar la saliva que se había hecho un nudo en su garganta, dijo:
- Otra vez.
- Bueno, no te preocupes - respondió ella - habrá más trabajos.
Él se fue hasta la estufa y apoyó sus codos sobre la encimera de azulejos saltados por las calorías y dejó correr las lágrimas mientras su pecho se convulsionaba por el hipo del llanto desgarrado.
-Tú no tienes la culpa - le aseguró ella -. Son unos cabrones, se aprovechan de cómo está el trabajo.
- Sí, pero de todas las formas, siempre me toca a mí. - Dijo él.
- No te preocupes demasiado, todo cambiará.
-Ya, pero entre tanto y no, mira lo que te he dado; sólo trabajo y más trabajo.
- Tenemos para comer, ¿te parece poco?
-No se mujer, es humillante. Si no es por un compañero... Ni siquiera el encargado me ha dicho que cogiera la cesta.
-¡ A ver !- dijo ella -. Si la dejas allí, alguno se la llevaría después.
- ¿Por qué siempre me pasa esto?
- Bueno, no siempre - le replicó -. Recuerda que en la última, fuiste tú quien no quiso renovar. Ya, ya lo se, no te enojes. Eres un hombre de palabra y no cumplieron el trato.
- Lo sabes, dijo él. Sabes que el chaval estuvo conmigo, sentado a mi lado en la entrevista de trabajo; y que quedó claro que aceptaba las condiciones como periodo de prueba para demostrar mi valía, pero que en la renovación ellos debían corresponder en la misma medida para re-negociar otras condiciones. Perdí mi puesto, no por falta de valía, profesionalidad y esfuerzo, sino porque temían que contagiara a la plantilla. En aquellos seis meses conseguí que pagaran a toda la plantilla el complemento salarial anual, algo que nunca se había hecho. Y sabes que no he tenido que ver con sindicatos, que siempre he ido por libre. ¿Cuantos hombres de honor hay? Dime. Recogí mi funda de trabajo delante de veinte compañeros que frente a sus jefes no fueron capaces de levantar la vista del suelo para darme una despedida afectuosa. Hoy el director gerente de la fundición me hablaba de falta de pedidos, de perdida de mercados y de necesidad de despedir, pero cuando me contrató buscaba de mí la más alta productividad.
- ¿Y no se la has dado? - Le pregunto ella de una manera que no ponía en duda su confianza en que así fuera.
- No lo se ya; creo que no se trata de si se la he dado o no, valoran tanto el rendimiento como la sumisión, y en mí no ha existido nunca tal virtud, siempre he pretendido ser el protagonista de mi destino; lo sabes.
- Entonces - dijo ella - no debes sentirte mal porque no te salgan bien las cosas, un día lo conseguirás. Cada uno debe cargar con su forma de ser y luchar por ello. No te preocupes, saldremos adelante; pronto tendrás un nuevo trabajo.
- Cariño, eres maravillosa. Estaría hundido de no ser por ti, que nunca te quejas de mí, que siempre compartes todo conmigo, hasta mis peores ratos y mis mayores decepciones. Sí, saldremos adelante, ¿cómo no?
La estrechó entre sus brazos mientras por sus mejillas corrían lágrimas de amargura. Eran un matrimonio jovencísimo con dos niños pequeños y una pareja de abuelos a los que asistían en una vieja y desvencijada casa de alquiler que compartían.
- Papá, mamá, venir - decía el hermano -, mirar cuantas cosas trae la cesta.
- ¿Recuerdas que el primer año de casados te toco la cesta de navidad en casa de un amigo que tenías entonces por Benavente, y que fuiste hasta allí para recogerla? - Le dijo su esposa.
-Sí - dijo él -, fue un feliz augurio; tal vez el del amor que nos une todavía. ¡Y que buena salió la paletilla de jamón serrano que contenía! Sí, mi amigo Jeremías...
- ¿Vamos al salón a ver la cesta y a disfrutar la alegría de los chicos? Venga, están esperándonos -. Le susurró ella al oído.
- Sí - le contestó él suavemente, después de espetarle un beso sordo en su cuello, bajo la oreja -. Y abriremos una botella de ese vino bueno que decían que nos darían.
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