El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 27 de julio de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 4








































La guerra civil en la España de 1936 culminaba un proceso de descomposición nacional al que se había llegado tras las pérdidas de las últimas colonias en el Atlántico y en el Pacífico (Cuba y Filipinas) a finales del siglo XIX, y en Marruecos después, en los albores del siglo XX, que significó la desaparición del imperio que España había representado durante cuatro siglos y que llegaba a su fin abriendo la puerta grande por donde se iniciaría otro nuevo: Estados Unidos de América.


La decadencia total del sistema monárquico, catalizador hasta entonces de las diversas nacionalidades y culturas en un sólo reino, solo y acosado tras la desaparición del imperio Austro-Húngaro al finalizar la primera guerra mundial y el derrocamiento de los Zares en Rusia posteriormente, impulsó a un rey débil y no deseado, Alfonso XIII, a imponer una dictadura militar en manos del General Primo de Rivera que favoreció el enriquecimiento de las clases sociales más altas en detrimento de las clases obreras y campesinas del país, reprimiendo con dureza los movimientos sindicales en las grandes ciudades y favoreciendo a los terratenientes en defensa de sus intereses frente al campesinado que reclamaba mejores condiciones laborales. 

Por otra parte en Europa, como en el resto del mundo, el despertar de los nuevos nacionalismos ( Alemania, Italia y Japón ), el ensayo del comunismo en Rusia y el poder mercantilista de las democracias anglosajonas ( Reino Unido, EE.UU y Australia. ), predecía una época de cambios ineludibles y de difícil previsión.
Cada sistema intentaba ganar adeptos en una carrera alocada por la supremacía, e inevitablemente, igual que se expandían las ideas explotaban los conflictos. España era entonces el campo de cultivo ideal, de donde saldrían las bases de una nueva contienda internacional que definiría un orden mundial nuevo.

La monarquía española se había mantenido ajena a los nuevos cambios, pero estaba condenada a ahogarse en su decrepitud. El pueblo se disponía a jugar su futuro a pesar de las consecuencias, por terribles que fueran, y los deseos de auto-gobierno alentados por los sistemas hicieron inevitable el exilio del rey y la promulgación de la nueva República en la primavera de 1931. Ésta se desarrolló como un torbellino de violencia y desórdenes públicos provocados por la forma en que fueron llevadas a cabo las reformas sociales necesarias que modernizarían el país, para lo que la sociedad española del momento no estaba preparada por su alto grado de analfabetismo y su fuerte tradicionalismo religioso. También resultó equivocado, por precipitado, el encauzamiento de las aspiraciones nacionalistas de las diferentes regiones, fundamentalmente Cataluña y el País Vasco, que añadían un factor secesionista y ponían en jaque a la nueva conformación del estado.

La reforma agraria, el auge de los sindicatos y la declaración del estado laico en un país de mayoría católica, que facilitó la expoliación de los bienes de la iglesia, generó una espiral de violencia y represión en los siguientes cambios de gobiernos que hicieron inevitable la confrontación fratricida. La alternancia en el poder estuvo marcada por la represión brutal y desmedida y la eliminación sistemática de los adversarios políticos y sus reformas.
El país se polarizó drásticamente entre las derechas, de sesgo conservador y tradicionalista, y las izquierdas, de carácter socializador y reformista. Ambos frentes de pensamiento pasaron a la acción - desmedida siempre- en un periodo de quema de iglesias, fusilamientos masivos y grandes desórdenes urbanos, que los condujeron al desastre de una guerra entre paisanos donde los únicos vencedores serían las potencias extranjeras que participaron, que tras su apoyo a las distintas tendencias escondían el afán por controlar una zona estratégica clave durante el próximo conflicto que se avecinaba. Los españoles fuimos los conejillos de indias destinados a desvelar cual sería el resultado.

El " Alzamiento Nacional del 18 de Julio ", así llamado el golpe de estado militar contra la República en 1936, había cuajado parcialmente en el territorio nacional. En Navarra, Galicia, Castilla la Vieja y en Andalucía, por donde el General Franco había penetrado en la península con los ejércitos del norte de África (Ceuta y Melilla) después de su famoso vuelo en el "Dragón Rapide" desde las Islas Canarias.Y aunque la República se mantuvo fuerte en las provincias mas urbanas e industrializadas (Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia entre otras) reprimiendo con éxito la sublevación militar, desde las provincias sublevadas se expandió una fuerte ofensiva de guerra que por el sur avanzaba sobre Madrid y Valencia, y desde el centro-norte descargaba su presión ofensiva sobre la cornisa peninsular del Cantábrico (Gijón, Oviedo, Santander, Bilbao y San Sebastián), de indudable importancia estratégica para el desarrollo de la guerra, pues allí se encontraban las mayores reservas de hierro y carbón del país y la industria pesada del acero.










Había transcurrido casi un año desde el inicio de la contienda y para entonces el avance de las fuerzas nacionales sobre Madrid, que mantenía un frente encarnizado, había conseguido que el gobierno de la República fuese trasladado a Valencia, donde la defensa por mar estaba garantizada. En el norte los ejércitos franquistas asediaban las principales ciudades vascas, por lo que los dirigentes republicanos consideraron la posibilidad de una ofensiva desde la sierra del Guadarrama contra Segovia - ciudad que se había alzado en rebeldía desde el primer momento - como una maniobra de distracción que provocara el repliegue de tropas nacionales del frente norte, aliviando así el asedio de las capitales vascas. Además, buscaban dar un golpe propagandístico en el exterior que debilitase la moral de los sublevados. Indalecio Prieto, ministro de la guerra por aquel entonces en el nuevo gobierno de Negrín, pretendía una victoria necesaria y urgente que elevase el ánimo del nuevo Ejército Popular, recientemente creado. El factor sorpresa sería el elemento decisivo en una operación aparentemente falta de mayores dificultades.

Mandaba la guarnición de Segovia el General "Varela", militar laureado por su intervención en la guerra de Marruecos y de reconocido prestigio entre sus subordinados. A cargo de la 75 División del ejército nacional, desplegó ésta a los pies de la sierra del Guadarrama informado por las tropas destacadas en el Alto de los Leones de las intensas maniobras y trafico de camiones y material bélico del ejército republicano a través de la sierra del Guadarrama, algo que pasó inadvertido a las fuerzas republicanas y que evitó así el factor sorpresa que pretendían.

-Soldado - el capitán Gutiérrez se dirigió a José con autoridad -. Esta noche salimos para Segovia. Quiero que tenga preparado el ganado con la guarnición necesaria. Nos esperan tres largos días de marcha. Han incorporado nuestro batallón a la 75 División del general Varela, que está preparando la defensa de Segovia ante la inminente ofensiva que el ejército republicano tiene prevista para el próximo mes. Estamos a 26 de Mayo y debemos entrar en la ciudad el próximo 29. No quiero errores ni retrasos. Es impositivo que cumplamos con los tiempos previstos, y no tenemos ninguno para rectificaciones. Le pongo al mando del destacamento de mulas. Estos son sus nuevos galones de "cabo primera". Dispondrá de la escuadra de mulas al completo, de la cuál le hago responsable.


-Pero, mi capitán: yo no se mandar hombres, sino animales. No estoy seguro de que pueda hacer las dos cosas con éxito. Le pediría que pusiera a otro en mi puesto, no me encuentro capacitado. 


-Tonterías González. Si sabe doblegar una mula falsa, también sabrá hacerlo con los hombres que le encomiendo. Son nobles todos, y valientes. Tal vez a alguno le falte un poco de sentido común, pero para eso dispongo de usted. No acepto un no por respuesta, así que queda zanjado el asunto.

-A sus órdenes, mi capitán. ¿Cuándo partiremos?

-Deberá tener todo preparado antes de las ocho de la tarde, hora en que formará la tropa para iniciar la marcha. Se le dará un mapa del recorrido, así como las instrucciones necesarias. No pierda tiempo, le queda mucho por hacer.

-De acuerdo señor. Seguiré sus instrucciones inmediatamente.

Salió del despacho del capitán cabizbajo, mirando sin demasiado aprecio los galones que le diera; sin acertar a comprender por qué él, que siempre se había alejado en lo posible de entrenarse para matar o morir, debería encargarse de la seguridad de otros hombres de cuyo trato había procurado alejarse lo suficiente como para que no le afectasen sus destinos, y que ahora empezaban a estar en sus manos sin pretenderlo.







Reflexionó sobre ello, sobre lo imprevisible de la vida; sobre cómo cada uno hace lo que debe sin planteárselo, sin pretenderlo siquiera. Y asumió su nueva misión aceptando que aquel era su sino, pensando que de ser así, su obligación era llevarla a cabo de la manera más eficiente, pues no era otro, sino él, quien se había colocado en tal situación por su forma de ser, su proceder ante las cosas.

Bajó a cuadras abstraído en tales pensamientos. Al llegar, aún con los galones en la mano, entró por la primera puerta de la nave donde estaban dos de sus compañeros limpiando y cambiando la paja que servía de cama al ganado.

-Hola Daniel, Tomás. Donde están Jacinto y Manuel, tengo que hablar con vosotros -. Y abriendo la mano les enseñó las tiras de tela que le distinguían como cabo primera.

-Están ahí dentro. Ya sabes como son, les gusta más la siesta y el cuchicheo que ayudar a los demás. Si no se están jugando a las siete y media su cuarterón de tabaco, será porque aún no se han despertado.

-Vete tú, Daniel, y llámalos. Dile que es muy importante, que salgan enseguida.

Daniel dejó la tornadera con la que acarreaba la paja y fue a buscarlos. Al momento aparecieron los tres.


-Muchachos, tengo algo que deciros: el capitán me ha nombrado cabo primera y os ha destinado a mi mando. Esta noche saldremos con las mulas cargadas derechos a Segovia. Nuestro batallón se ha unido a la 75 División y debemos estar allí el sábado. Se acabó nuestro recreo, vamos a entrar pronto en guerra con el enemigo y debemos tenerlo todo dispuesto para la noche cuando iniciemos la marcha.
Quiero deciros que he rechazado los galones, pero no me ha servido de nada, el capitán no me ha dado elección. Me gustaría que comprendierais que no se debe a mi ambición tal posición, pero que está en mi ánimo realizar tal cometido a toda costa, sin escatimar nada. Si alguno tiene algo que decirme que no espere otro momento, lo que haya que aclarar lo resolveremos ahora.

-¡No jodas José, que vas a ser tú ahora quien nos mande!- Dijo Manuel, un gitano extremeño que se había alistado al ejército, más obligado por el hambre que por otra cosa.

-Yo sólo soy una transmisión de mando, pero trataré de hacerlo lo mejor posible. Si no estás de acuerdo, todavía estás a tiempo. El capitán aún seguirá en su despacho. Pero no te entretengas, tenemos mucho trabajo que hacer.

-Vale, vale. Sabemos que se te dan bien las mulas, aunque no muestras con ellas tanta autoridad. De acuerdo, haré lo que tú digas, pero: ¡Maldita sea la hora que a alguien se le ha ocurrido mandarnos allá! Nos van a freír como conejos de monte y no tengo ninguna gana de convertirme en un héroe. ¡Hay que joderse! ¡Con lo bien que llevaba yo la vida campestre...Qué manera de quemar a uno la sangre!

-Bueno - dijo José -, si alguno tiene algo más que decir, está a tiempo; si no, empleemos bien el que nos queda hasta las ocho para prepararlo todo. Las mulas deben estar comidas y sin sed. Vamos a revisar bien su estado una por una, comprobando sus herraduras y si muestran algún problema. Para ello las sacaremos al patio con orden, para que vayan estirando las patas y ver como se mueven, no siendo que alguna nos la juegue. Después de esto empezaremos a cargarlas. Hay que dejar barrido y bien lavado el suelo antes de irnos, por lo que ahora mismo arrancamos tarea.


La tropa estuvo formada a las ocho, puntualmente. Completamente armados y equipados. Los camiones preparados con el avituallamiento, la munición y el armamento pesado. Las mulas portaban las piezas más pequeñas, morteros y cañones antitanques de tiro raso, todo despiezado y repartido en el convoy.
José comprobó personalmente los amarres de las cargas en las mulas y las dispuso alineadas en fila una tras otra, a la espera de las órdenes necesarias. Éstas llegaron a las nueve en punto, después de que el coronel del batallón pasara revista a la tropa. Era una hermosa noche de luna llena, por lo que partieron con las luces de los vehículos apagadas tras el último toque de cornetín.

Charlaban en voz baja mientras marchaban, comentándose unos a otros las noticias de que disponían. Tomás y Daniel estaban entusiasmados por dirigirse al frente. Ambos deseaban entrar cuanto antes en combate y se juraban mutuamente que estarían juntos hasta el último momento. 
Tomás había sido alguacil y sacristán en su pueblo, como lo había sido su padre, y antes su abuelo. Venía de tradición, pero cuando se instauró la República el Ayuntamiento de su pueblo sacó a concurso su puesto y fue despedido del cargo. Además, una hermana suya metida a monja en un convento de Madrid fue víctima de violación y después quemada viva en el claustro con otras veinte más, en las quemas de iglesias y conventos que sobrevinieron en los primeros momentos de la República. Mantenía un odio por lo republicanos compartido y sólo comparable con la aversión que su amigo Daniel demostraba hacia ellos.

Daniel era agricultor. Tras la muerte de su padre se hizo cargo de las tierras que labraba en arrendamiento y que habían sido el sustento familiar durante generaciones. Jamás tuvieron problemas con el propietario. Era un buen labrador, su pareja de mulas estaba siempre entre las mejores del pueblo, y con su buen hacer y unos pocos aperos de labranza se ganaba la vida honradamente. Pero la llegada de la República impulsó la reforma agraria y dio rienda suelta a los sindicatos del campo. El quedó entre la espada y la pared como chivo expiatorio de los terratenientes por no querer afiliarse al sindicato, pues consideraba que la explotación de las tierras que él labraba no debía estar supeditada a los criterios de otros que sabían menos que él. Los sindicatos estaban dirigidos por representantes de jornaleros que en la mayoría de los casos no disponían de conocimientos adecuados en la cuestión agrícola, sólo pretendían un reparto igualitario de las tierras al amparo de la nueva reforma agraria que intentaba llevar a cabo la República. "La tierra para el que la trabaja" era el lema, pero en la mayoría de los casos eran trabajadores temporeros que no sabían de producciones. Por eso Daniel siguió por libre hasta que un día envenenaron el agua de su pozo y las mulas murieron. Tuvo que desistir de las rentas pues le faltaba la herramienta más importante, y aunque el propietario le ofreció las suyas, consideró que sería mejor dejarlo de momento y mantenerse al margen de las circunstancias. Había tenido otras amenazas a las que nunca hizo caso, mas aquello pudo con su orgullo y decidió esperar tiempos mejores. Tomás y Daniel se había alistado en los primeros momentos de la rebelión.

Por la otra parte estaba Manuel, un ratero quincallero, salteador de caminos y asesino traicionero que había escapado de su Extremadura natal acuciado por el hambre después de salir de presidio, tras cumplir condena por el homicidio de un arriero en Zafra.
Jacinto era homosexual, hijo de una ramera de Zamora que practicaba abortos clandestinamente y que cuando se produjo la sublevación sintió peligrar su pellejo, por lo que se alistó de inmediato en el ejército. Ninguno de los dos sentía el menor aprecio por los ideales nacionales y ambos soñaban con el momento en que pudieran pasarse al otro bando.

José iba de una punta a otra del convoy de mulas pendiente de la marcha y de los incidentes del camino, escuchando deliberar a sus compañeros. Mientras tanto el rugido de las escuadras de aviones que pasaban sobre sus cabezas en dirección a Segovia ponía nerviosas a las mulas, que a veces trataban de romper la fila, por lo que José aleccionaba constantemente a los muchachos para que mantuviesen la formación del ganado.

























































































































































viernes, 17 de julio de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 3






Como anillo al dedo había encajado en el sistema militar. La libertad que le propiciaba su destino en cuadras hacía llevadera su estancia en el cuartel. Además de atender la limpieza y alimentación del ganado se ocupaba de prepararlo y cargarlo antes de las marchas que a diario se realizaban fuera del regimiento para mantener las mulas en forma, pues eran las encargadas de transportar el armamento ligero por el terreno más abrupto. Él mismo iba a la cabeza de la linea de animales que desfilaba tras la tropa de a pie, dirigiendo el convoy y vigilando las incidencias que se producían en la marcha. Evitaba siempre que podía las tediosas concentraciones y formaciones de instrucción, pues no sentía el menor deseo de aprender a manejar un arma. 
Pronto se ganaría la confianza de sus superiores y compañeros por su buen hacer y por la discreción conque se relacionaba, evitando las discrepancias y las curiosidades inoportunas que casi siempre originan malos entendidos. Mostraba amistad con quien con él se sinceraba, y en general, trataba de mantener una distancia que comenzaba más allá de una cordial relación entre compañeros. Comprendía mejor que otros los cambios climáticos, pues le gustaba observar los efectos que sobre los animales, las plantas y el resto de la vida producían, y esto le granjeaba un cierto respeto de los demás, quienes siempre tenían un motivo para hablarle y ganarse su compañía. En cierta manera propiciaba también que muchas veces le pidieran opinión sobre otras cosas, a lo que él siempre contestaba con un sabio refrán, tradición que había aprendido de su padre, persona culta, amante de los libros en un país de mayoría analfabeta.


De aquella complicidad con los compañeros y la confianza ganada de sus superiores venían sus escapadas de la formación de retreta, las cuales aprovechaba para ir andando al pueblo y ver a su novia Micaela. Siempre había alguien que contestaba por él en filas, y aunque de vez en cuando el oficial de mando a las órdenes de formación notaba su ausencia, solía hacer la vista gorda para reprenderle al día siguiente por su conducta. Pero nunca tuvo miedo a aquellas reprimendas, que sabía eran lógicas y trataban de librarle de un peligro mayor. Fue como aprendió que en cualquier guerra sufre siempre y está más expuesto el personal civil, desarmado e indefenso.

Aquella noche, de camino al pueblo para encontrarse con Micaela, junto a la primera de las viñas que abrían el término municipal y sobre un enorme charco de sangre, encontró en la cuneta los cuerpos tiroteados de dos hombres a quienes no reconoció. Ambos llevaban atados a sus cuellos sendos collares de cuero con letreros de madera y una inscripción realizada con su propia sangre, que decía: 


"Perros rojos. Se os acabó la rabia."


La sangre aún estaba líquida y los cuerpos calientes, por lo que dedujo que no habría pasado mucho tiempo desde que fueran asesinados.
Se condujo con precaución atento a cualquier sonido o movimiento, a cada sombra que a lo lejos vislumbraba; parando a cada momento que su instinto de conservación así le aconsejaba; aunque siguiendo al poco, pues el deseo de encontrarse con su amor era más fuerte.






Llegó tarde para su costumbre, el camino lo había conmovido produciendo en él un extraño frío que no existía en el aire, pero que le entumeció todo el cuerpo. Y así, nervioso, prácticamente tiritando y sin poder evitar el castañeteo de sus dientes llegó a casa de su novia, quien le esperaba con temor e impaciencia. Después de saludar a la familia, y tras preguntar por la suya, ambos subieron como siempre al sotechado de la casa; allí se abrazaron sin decirse nada y se besaron con pasión. En sus ojos brotaron las lágrimas, y como si ya nunca más volvieran a estar juntos se hicieron el amor en silencio, cubiertos sólo por la oscuridad que reinaba en la estancia, a la que una pequeña lucera abierta en el tejado por una teja corrida dejaba entrar un pequeño haz de luz de la noche clara de aquel caluroso verano del mil novecientos treinta y seis.
Luego se separaron musitando promesas y precauciones, y cuando bajaron del "sobrado", él comió algo que los padres de ella le habían preparado para que cenase y para que se llevara también al cuartel. Tras ello partió hacia la ciudad sin mirar atrás, feliz por haberlo conseguido de nuevo.


Cuando llegó al cuartel accedió por la puerta de las cuadras destinada para evacuar los excrementos y meter los sacos con la harina, la paja y demás útiles necesarios. Dormía en cuadras desde que se incorporó en aquel destino. Existía un dormitorio habilitado para cuatro personas encargadas del servicio. Uno de los compañeros que aún estaba despierto, después de preguntarle por cómo le había ido en el viaje, le comentó impaciente que el capitán veterinario le había estado buscando y que era imprescindible que se presentase a él nada más llegar.

Subió preocupado la empinada cuesta de hangares. Dejó atrás la cocina y los comedores que abrían el primer patio de armas, y se dirigió al otro extremo del mismo directo a la estancia de veterinaria, cuya luz todavía estaba encendida. Al acercarse vio la silueta del capitán dibujada tras la ventana, sentado en la mesa escritorio de su despacho. Entró sin llamar:

-A sus órdenes, mi capitán.

-Debería arrestarlo inmediatamente González. No he podido irme a dormir preocupado por no poder encontrarle. El coronel me ha encargado para usted un trabajo muy especial.
-Usted dirá mi capitán.
-Mañana no irá de marcha con las mulas. A esa hora se dirigirá a esta dirección - le entregó un papel manuscrito a mano - para sacar a pasear el caballo del coronel. Debe tener cuidado, está "entero". Así que mucho ojo con lo que hace. No quiero el más mínimo reproche.
-De acuerdo señor; allí estaré.
-No demoré la partida . Le estarán esperando.
-Bien señor, lo tendré en cuenta.
-¡Ah! Otra cosa. Si de nuevo me entero de que se ausenta por la noche del cuartel, juro que se arrepentirá. Yo mismo pediré su traslado. Hacen falta muchas manos que empuñen fusiles para combatir en el frente del Guadarrama.
-Lo tendré en cuenta señor.






El día siguiente nació preñado de sol, parecía como si el verano no quisiera despedirse, sólo una brisa débil del este aliviaba un poco la mañana calurosa. Después de cumplir con sus tareas en el cuartel salió de él para dirigirse a una casa de campo a las afueras de la ciudad propiedad del coronel del regimiento, que disponía de caballerizas y amplias perreras donde albergaba sus sabuesos.
Los criados estaban esperando que llegara para conducirlo hasta los bóxeres.
El coronel poseía una cuadra bien formada, con dos yeguas grandes y hermosas de sangre inglesa y un par de caballos españoles, uno bayo y el otro blanco. Pero su capricho era un semental joven, negro azabache, de pura raza árabe; a quien su amo no sabía dominar debido al fuerte carácter que poseía, bravo e indómito. Y esa era la misión que debía cumplir José: bajarle los humos a tan tozudo caballo.


Nada más verlo sintió que tenía ante sí todo un genio, un manojo de nervios a flor de piel, un ansia de movimiento y libertad que no podía contenerse. Todo ello junto, adornado por la belleza extrema de sus formas perfectas bajo un pelo negro, brillante. Las crines caían sobre su cuello formando bucles y la cola se erguía expectante y nerviosa en cuanto algo llamaba su atención. El nombre que figuraba en el cartel de la puerta de su cuadra era "Lustroso", y efectivamente hacía gala del porte bien formado y poderoso, de los buenos aplomos y la salud salvaje del animal.
Estuvo observándolo con atención antes de abrir la puerta. Acercó su mano por el ventanuco de ésta para acariciarlo, pero el caballo revolvió su cuello alzando con energía la cabeza y elevando sus dos manos, que golpearon contra la puerta al descender con violencia, provocando un pequeño revuelo entre el resto de caballos de las otras cuadras. Lo llamó por su nombre y reaccionó curioso, moviendo de arriba a abajo la cabeza mientras caía sus crines sobre los ojos, que luego levantaba orgulloso para mirarlo de forma provocadora. Se enamoró entonces de su brío, de su juventud exuberante, de su carácter noble.







Abrió como si nada la puerta y se adelantó después seguro cerrándola con suavidad tras de sí, lo que consiguió que el caballo reculara un poco tocando con sus nalgas la pared trasera de la cuadra. Levantaba la cabeza y reaccionaba nervioso a su mano, mas al fin pudo palpar sus patas delanteras, su paletilla izquierda y el cuello fuerte, brioso, enérgico.
José pegó su cuerpo a la barriga del caballo dándole un pequeño empujón, forzándolo mientras pasaba para atrás con el fin de comprobar el estado de sus patas traseras, que se encontraban perfectas, con sus herrajes correctamente desgastados y en buen uso todavía. El caballo se sintió intimidado por primera vez y se relajó un poco. Acarició entonces su lomo inquieto, poderoso y perfecto, y el animal cesó su inquietud. 
Empezó poniéndole la cabezada sin que el caballo opusiera resistencia. Había buscado un bocado no muy duro, que no le hiciese sufrir más que lo suficiente y que fuera seguro para sujetarlo. Igualmente lo aceptó de buen grado, como algo conocido que encajaba en su boca a la perfección para dar alas a su gran ansiedad de movimiento, para sofocar su nerviosa impaciencia. Pero cuando fue a colocar sobre sus lomos la silla de montar se movió esquivo, desconfiado. Lo intentó de nuevo con mucha suavidad y el caballo lo admitió receloso; luego se agachó por debajo de su vientre con cuidado y amarró bien las cinchas, comprobando al momento la rigidez y seguridad con que habían quedado colocadas. Acto seguido lo cogió por las riendas y abrió la puerta. Tiró de él con un toque corto y suave y el caballo sacó medio cuerpo fuera levantando la cabeza orgulloso y dejando ver su pecho imponente, adornado por las crines largas y enredadas. Salió trotando corto pero impaciente, retenido un poco por las riendas que José asía con firmeza casi a la altura del bocado, cabeceando y estirando sus patas traseras mientras lanzaba coces al aire. Después le alargó las correas para permitir a "Lustroso" que se desahogara más y repitió una serie de vueltas en la arena del picadero hasta que el caballo se tranquilizó un poco. Luego, tras detenerlo, decidió montarlo, aunque "Lustroso" se negaba sin parar de moverse. En uno de los intentos lo consiguió, pero el animal se revolvió bruscamente y poniéndose de manos le mandó al suelo. Luego comenzó a correr dando vueltas al cercado haciendo intentos por saltarlo, golpeando los palos con sus patas y relinchando frenéticamente. José se levantó en cuanto pudo rehacerse y sacudiéndose el polvo se quedó cruzado de brazos mirando al caballo con la misma mirada obstinada que éste lo miraba a él.
Armándose de valor de nuevo se dirigió a él, y tras varios intentos consiguió cogerlo por sus riendas y controlarlo. Volvió a montarlo, no sin grandes esfuerzos, y esta vez el indómito caballo salió en estampida furiosa saltando con el jinete por encima del vallado de madera. José clavó las rodillas en las agujas del caballo y sujetó fuertes sus pies a los estribos, inclinando el cuerpo hacia el cuello estirado del cuadrúpedo, en plena carrera.
Corriendo a galope tendido el caballo atravesó el pequeño bosque que se abría a modo de jardín antes de la casa y sus cobertizos, y sin dudar, como si algo lo hubiese poseído, buscó terreno abierto en las tierras de cultivo próximas a la finca para oxigenar sus pulmones, que necesitaban espacio vital para alimentar un ansia por correr que ya no podía contener. José tampoco podía hacer otra cosa que sujetarse medio agarrado a las crines y esperar que su compañero, más tarde o temprano, cesase en su locura. Pero "Lustroso" era vertiginoso y su fondo parecía no tener fin.

Al saltar sobre un arroyo José casi cayó al suelo, pero bien agarrado al pomo de la silla aguantó el envite. De nuevo el caballo cruzó 
en carrera libre la campiña buscando la primera colina elevada que limitaba los sembrados. Intentó hacerse fuerte en la subida para derribar al jinete en la parte más elevada, pero José captó en el acto sus intenciones, e intuyó que si permitía entonces que emprendiera la escalada, levantaría el cuello lo suficiente como para derribarlo. Y esta vez se jugaba la vida, por lo que, justamente en el momento que el animal quiso echar pies arriba, tiró de las riendas en sentido de la pendiente para retorcer el cuello de su compañero y conseguir que virara bruscamente sobre sus cuartos traseros hasta quedar detenido un momento, sentado en el inicio de la pendiente. Entonces clavó sus espuelas en las verijas del caballo y éste se revolvió de dolor levantándose y emprendiendo la carrera otra vez tierras abajo, perdiendo las manos en una galopada entre sembrados, barbechos y muchas lindes, cunetas, arroyos y alguna valla que otra. Puede que entonces la bestia sintiera por primera vez el miedo y se sofocara un poco, lo que posibilitó que José empezara de verdad a conducirla, suavizando el ritmo de la loca escapada.
Por fin se detuvieron tras la polvareda levantada y quedaron parados un momento. José bajó entonces y acarició a "Lustroso", retirando con su mano el sudor que bañaba todo su cuerpo y que aún tiritaba por la adrenalina liberada. 
Se acercó a su cabeza rozándole el cuello con su espalda y le susurró al oído: 

-Muy bien "Lustroso", ya somos amigos. Sólo tratabas de dar a tu cuerpo lo que necesitaba. Estás hecho para correr, pero esta gente te tiene miedo porque no te comprende. Necesitas salir todos los días. Yo te prometo que siempre que venga por aquí correremos lo que tu quieras.

Como si le hubiese entendido, el caballo amagó suavemente la cara del jinete con su hocico, asintiendo a lo que le decía.
José volvió a montarle. Y sin prisas, tranquilos, regresaron a la finca.


































Continuará....

sábado, 11 de julio de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 2






























La ciudad permanecía en calma. A esas horas, recién caída la noche, reinaba el "toque de queda" que imponía un silencio sepulcral, sólo interrumpido por el agudo y penetrante sonido de alguna sirena, el rugir de los motores de los camiones y vehículos militares que de cuando en cuando salían o entraban a la ciudad, o los pasos machacones de algún escuadrón de guardia.

Con enorme sigilo fue sorteando las calles medio oscurecidas, vacías por completo de gentes; amparado entre las sombras de los portales y espiando en las esquinas antes de cruzar otra calle, una plaza más que le llevara a la comandancia donde pretendía alistarse. Sabía que si lo detenían mientras tanto, no le serviría de nada explicar sus intenciones, no le creerían y puede que ese fuera su fin.

Llegó al cabo de un interminable y angustioso espacio de tiempo a la antigua plaza de La República, cuyo cartel, sustituido por una bandera bicolor pintada en su sitio, yacía en el suelo en la misma esquina de la calle por la que se conducía.
Había cierto movimiento de gente militar uniformada con los colores verde caqui del ejército y azul marino de las falanges, que producían un murmullo incesante con sus entradas y salidas de la comandancia.
Esperó agazapado en la esquina mientras cambiaban la guardia. 
Con la espalda pegada a la pared del edificio, aprovechando las sombras que proyectaban sobre ella los árboles de la plaza y evitando cualquier movimiento brusco que alarmara a los vigilantes, fue acercándose poco a poco. A escasos metros de la puerta reconoció a uno de los vigías. Era Atilano, el hijo del "Molinero". Se había alistado nada más comenzar la contienda, la sublevación surgida contra la República en pleno corazón de Castilla.

-"Ati, Ati". Mírame, estoy aquí.

Alarmado, el guardia replicó:

-¿Quien anda ahí, quien va?

-Soy yo, José; el hijo del "Patato".

- Pero, ¿qué haces aquí, a estas horas? ¿Estás loco?

-No, no. Escúchame, vengo de verdad para alistarme. Me están buscando; me juego el pellejo.
Hazlo por mí. He de presentarme ante el superior que esté de guardia, dile que vengo por lo de las mulas.

- ¿De qué mulas me hablas? ¿Estás loco, o qué?

- Hazme caso, que yo sabré lo que tengo que decirle. Date prisa, si me pillan aquí me fusilarán mañana.

El guardia, de acuerdo con su compañero de armas, entró en la primera estancia donde se encontraba el oficial de guardia. José esperó en la entrada de la puerta vigilado por el otro soldado, que lo miraba de arriba a abajo sin pestañear, sin decir nada.
A los pocos minutos apareció un oficial seguido por Atilano, que aún mantenía en su cara la sorpresa y el escepticismo por lo que pudiese pasar.

- A ver - dijo el oficial con rango de teniente- ¿Qué haces a estas horas por aquí, incumpliendo el toque de queda? Debería arrestarte inmediatamente. Espero que tengas una buena razón que logre convencerme de lo contrario.




























- Señor, le juro que me ha sido del todo imposible presentarme antes, pues he estado ausente los últimos días. Me llamo José, José González Alonso; y soy vecino de Moncebriles. Un amigo me dijo que están alistando gente para ir al frente y que necesitan un especialista para el ganado mular y para los caballos. Señor, ese es mi oficio, y le juro que se hacerlo mejor que nadie.

- Así que mejor que nadie. Bueno, eso ya lo veremos. Ahora vente conmigo. A partir de hoy empieza para ti una nueva vida...si es verdad lo que dices.

Aquella noche durmió en el acuartelamiento, no sin antes recoger el atuendo militar que le entregara el cabo furriel y las instrucciones que le diera el teniente para que se presentara el día siguiente, después del toque de diana, al capitán de la compañía de "Plana Mayor".



- A sus órdenes, mi capitán. Se presenta el soldado José González de la sexta compañía, a la que pertenece el teniente "Flores", quien me ha remitido a usted para recibir nuevas instrucciones.


Permaneció en posición de "firmes" con la mano levantada sobre la frente, ejecutando el saludo marcial.



-Descanse soldado -. Y mirando un parte que sobre la mesa tenía, siguió diciendo:
 Tengo entendido que es diestro en el manejo de mulas y caballos. Bien, a partir de este momento pertenece a la novena compañía, que es Plana Mayor, y estará siempre a mis órdenes. Soy el capitán Gutiérrez. Recuerde bien mi nombre.

Era un hombre alto y bien formado, de ademanes enérgicos y andar resuelto, decidido. De la expresión de seriedad y dureza de su rostro emanaban palabras claras, concisas, que no daban lugar a la duda de sus órdenes e intenciones. Era conocido entre los soldados por ser hombre capaz, a quien no temblaba la mano en sus decisiones, además de ser el preferido del coronel que mandaba el regimiento. Continuó:

-Llevará este parte al capitán veterinario, que tiene su despacho junto a las dependencias de música, donde se reúne la banda para formar. Recuérdele que va de mi parte. Recibirá instrucciones de su nuevo destino en el cuartel. El capitán le dirá cuales serán sus obligaciones a partir de ahora. He puesto toda la confianza en usted; espero que no me defraude. Puede retirarse soldado.




























José repitió el saludo marcial, y dando media vuelta se retiró.

"Había tenido mucha suerte" - pensó -. Seguiría por el momento haciendo aquello que le gustaba y para lo que creía haber nacido. La buena estrella parecía acompañarle y estaba decidido a aprovechar aquel nuevo golpe del destino.
Directamente se encaminó con su parte de la mano a la dependencia de veterinaria. El cabo primero que lo esperaba le condujo sin dudar hasta las cuadras, donde el capitán se hallaba realizando una cura a un caballo. En el camino dejaron atrás los hangares de los vehículos motorizados, llenos de camiones, carros antitanques y otros cañones de menor calibre. Era el lugar destinado para el ensayo diario de la banda de música, que se encontraba entonces presente, en plena interpretación de una marcha militar. El sonido atronador de los tambores rebotaba sobre los muros exteriores amplificando la resonancia del hangar frente al que se encontraban, lo que machacó sus oídos al pasar, y las cornetas estremecieron su cuerpo por un momento con su timbre elevado y potente. El camino a cuadras pasaba por allí inevitablemente. Era una pendiente empinada que surgía tras dejar atrás cocinas y talleres, con el suelo empedrado, lo que la hacía resbaladiza siempre que llovía. Al final de ella, girando a la izquierda en dirección norte, un estrecho pasillo separaba los recintos de cuadras donde se hospedaban las bestias. 

-A sus órdenes, mi capitán - dijo el cabo -. Le traigo al soldado destinado como ayudante por el capitán Gutiérrez.

- A sus órdenes, señor -. Respondió José.

-¿Sabe usted de herrajes de animales? - Dijo el capitán.

-No es mi especialidad señor, pero sí, se.

-De acuerdo; ayude a ese mozo con la mula.




























José dirigió sus pasos hacia el soldado, que sofocado y sin aliento ya, trataba de mantener sujeta la pata trasera de una mula que permanecía atada a una de las argollas clavadas en larga fila sobre la pared y que servían de amarre para los animales. La pobre bestia se revolvía y pateaba frenéticamente en cualquier dirección que le permitía la correa de cuero a la que permanecía atada. Su morro estaba atrapado por una trinca de castigo con el que el herrador había intentado sin éxito dominar al animal, y todo su cuerpo temblaba empapado en un sudor frío que se convertía en salitre blanquecino al secarse sobre la piel.
De sus intentos por liberarse, el animal, que tenía atada la otra pata trasera con su homóloga delantera, resbalaba y caía al suelo de forma estrepitosa. El soldado, sin darle tregua, la golpeaba con una vara larga para que se levantara. Sus narices se hinchaban convulsivamente haciendo lo imposible por respirar y expirar al mismo tiempo.
José pidió al mozo que se tranquilizara, ya que su estado de excitación era tan grave como el del animal que trataba de dominar.

-Descansa un poco; yo me encargaré.

-Ten cuidado, es un animal indómito, salvaje; lo peor que tenemos en la cuadra.

-No te preocupes, déjame a mí. Me haré con ella y la sujetaré para que la puedas herrar.

Esperó un momento para dar respiro al animal, que continuaba postrado en el suelo contrayendo y expandiendo sus costillas y su vientre con respiración nerviosa, mientras el sudor no dejaba de brotar por todos sus poros. Poco a poco, al cesar el castigo, el ritmo de la respiración se fue ralentizando, lo que dio paso a una especie de tic nervioso sobre su piel.
Se acercó entonces con decisión y pasando la mano sobre su lomo tiró al suelo el sudor frío. El animal reaccionó a su tacto sin brusquedad, incorporándose al instante con la rapidez que le permitieron las fuerzas maltrechas.
Volvió a deslizar la mano derecha por su cuello sudoroso y con la izquierda aflojó la trinca que le estrangulaba el morro, insensibilizado por el dolor, liberando a la mula del tremendo castigo. Sumisa agachó la cabeza mientras él escurría el sudor salitroso que cubría todo su cuerpo.
Acarició entonces su vientre, tocando sus mamas estériles mientras permanecía quieta. Cuando el animal se tranquilizó por completo revisó las ataduras, y cogiendo la pata trasera que quedaba libre para ser herrada, la flexionó con soltura diciendo al mozo:

-Ya puedes empezar. Emplea tu mejor saber con sensibilidad y sin que sienta el miedo que le tienes.

El capitán había permanecido observando la acción durante todo el tiempo y quedó asombrado de las magníficas cualidades que destacaban en el nuevo ayudante que le habían asignado. Se acercó a ellos mientras completaban la tarea y dijo a José:

-Soldado, muestras valor y sabiduría. Realmente me has sorprendido. No esperaba tanto de ti. Mostraré mi congratulación al capitán Gutiérrez, quien sabe recompensar las buenas acciones. Dime, ¿también sabes de caballos?

-Mi capitán, -respondió José- me apasionan los caballos.