Existió un reino que fue destruido por su pueblo y enterrado para siempre. Sus gentes saborearon por primera vez la libertad que otorga el poder, y orgullosos de su victoria exportaron ésta hasta los confines del mundo conocido. Creyeron firmemente - y no le faltaban razones para ello - que las calamidades pasadas no retornarían jamás; pero olvidaron que el mal nunca termina de erradicarse totalmente, pues como la mala hierba, sólo puede mantenerse a raya, ya que rebrota en el lugar más inesperado y cuando pensamos que hemos logrado aniquilarlo. La semilla del mal se esconde invisible, enraíza subterráneamente, donde no la vemos, sin poderla detectar.
Y el pueblo, las gentes comunes, humildes, pobres como siempre, sintieron que comenzaba de verdad a realizarse un sueño de hermandad y fraternidad que todo espíritu bondadoso, humano, pretendía. Crearon leyes nuevas - en principio más justas -, y aunque sus hijos seguían muriendo en los campos de batalla frente a quienes no entendían sus propósitos - éstos continúan explicándose con el peso de las armas sobre el color de la sangre-, vivían felices de su nueva ilusión.
La ilusión es una fuerza imposible de vencer, y seguros de su nuevo poderío fueron conquistando otros reinos, otras naciones que no sólo cayeron por la fuerza de sus armas, sino por el peso poderoso de sus razones aplastantes. Y surgió así la nueva religión, la ética política, que se convirtió en la nueva creencia: la política, o el arte de imponer un entendimiento.
Sin saberlo habían devuelto el poder a los poderosos, quienes en adelante utilizarían el nuevo método para legitimarse sin tener que recurrir al tan manido destino divino, que había sido el germen del odio y las ansias de venganza contra su casta.
De este modo, recogiendo el testigo de leyendas pasadas, de esplendores anteriores, antiguos, crearon la nueva democracia ocultando las miserias del pasado clásico con sus dictaduras subsiguientes; realzando los hechos heroicos y de progreso para inculcar la lógica de la felicidad colectiva, basada en la libertad individual como piedra angular del desarrollo social.
Un hombre un voto; para dar una opinión, para buscar un entendimiento justo. Pero como en la antigüedad, votaban los hombres, no las mujeres. Votaban los ciudadanos, no así los esclavos, los extranjeros, los más débiles de la tierra. Y lo consideraron justo dentro de su imperfección, de su injusticia.
Se aliaron con las naciones poderosas a quienes no pudieron imponerse, para apoderarse, para lograr las riquezas y los bienes de otras más débiles con las que poder mantener su estatus, su nueva posición, sin respetar la cultura ni la forma de vida de quienes dominaban. Y en nombre de la democracia crearon enormes imperios coloniales, expoliando a otros más viejos, agotados. Globalizaron su comercio y crearon monopolios, trust, empobreciendo masas para como siempre enriquecer minorías, las cuales provenían de las clases más favorecidas, repitiendo un destino que nunca fue divino y que ahora se perpetuaba por la decisión de las mayorías heterogéneas, dispares, incompatibles e inestables.
Se aliaron con las naciones poderosas a quienes no pudieron imponerse, para apoderarse, para lograr las riquezas y los bienes de otras más débiles con las que poder mantener su estatus, su nueva posición, sin respetar la cultura ni la forma de vida de quienes dominaban. Y en nombre de la democracia crearon enormes imperios coloniales, expoliando a otros más viejos, agotados. Globalizaron su comercio y crearon monopolios, trust, empobreciendo masas para como siempre enriquecer minorías, las cuales provenían de las clases más favorecidas, repitiendo un destino que nunca fue divino y que ahora se perpetuaba por la decisión de las mayorías heterogéneas, dispares, incompatibles e inestables.
Agravaron los impuestos en pos del estado, de la comunidad; los préstamos y los empréstitos, y crearon una deuda que no pudieron pagar y que los condujo a una "gran guerra" para crear un orden nuevo sobre bases anticuadas.
De aquella masacre surgió un nuevo intento de retornar el poder al pueblo, a la masa ignorante, desinformada. Y del "opio del pueblo" se paso a la "dictadura del proletariado", que comenzó con nuevos crímenes, nuevos errores, horrores y desvaríos, que no salvó al pueblo de sus miserias, sino que lo sumió más si cabe en la pobreza, pues intentó anular su cultura, sus creencias y la creatividad individual en pos de una mal entendida e irreal, igualdad colectiva.
El nuevo poder, la nueva revolución, puso en guardia al resto de los pueblos, de los estados, que hasta entonces se consideraban únicos garantes de las libertades y del progreso en definitiva, creando nuevas tensiones en un orden mundial frágil, inestable, adolecido de sus propias imposibilidades, de sus abusos y desmanes.
Entonces surgió de pronto un nuevo mesías, falso y despiadado, que nació de la miseria y la impotencia, de la humillación del último imperio derrocado, expoliado y obligado a sobrevivir sobre las bases de sus vencedores, mas sin ayuda alguna; partiendo de la nada más absoluta, de una deuda infinita, injustamente impuesta.
Extraordinario embaucador, prestidigitador de la palabra, convenció a las masas de que sólo la fuerza de la voluntad de éstas la sacaría de su penoso estado, pero a sabiendas de que las masas no disponen de voluntad, deben ser dirigidas, guiadas. Y les prometió una nueva humanidad, un mundo nuevo si le seguían. Un mundo basado en una nueva raza que empezaría aniquilando a las demás comenzando por la más antigua que aún existía. Exterminando de antemano el principio sobre el que se asentaba la vieja, la decadente sociedad.
Combatió en la primera "gran guerra" sufriendo prisión debido a sus consecuencias, y en su alejamiento obligado tuvo tiempo de estudiar, de desmenuzar los entresijos de las democracias, analizando sus defectos, sus imperfecciones, dispuesto a combatirlas, a derrocarlas desde dentro como un tumor que se expande. E iluminado como un nuevo Buda expandió su doctrina al pueblo; doctrina endógena y destructiva: el nacional-socialismo.
Utilizó el arma más temida y aplastante, el miedo, el terror; para manipular la opinión en su beneficio y conseguir ilegítimamente una mayoría entre minorías que legitimaron las urnas.
Se sirvió de la propaganda y la publicidad para amplificar su victoria y expandir su doctrina única, "universalista", que forjaba en las mentes una expectante admiración a camino entre el miedo y la vanidad humana. Vanidad que el nuevo líder, el "gurú", supo explotar embebido en su soberbia.
Sangrientamente eliminaría la oposición primero y la alternancia después dentro de su propio partido, en la infame, vil noche de "los cuchillos largos". Sus amigos más fieles, quienes habían contribuido más directamente a su encumbramiento, fueron los primeros en caer, en sufrir su selectiva solución.
El anuncio de su nuevo proyecto de sociedad fue"la noche de los cristales rotos", donde se prendió la hoguera del odio hacía las otras razas, iniciando su llama por la primera, la más antigua que aún existe, portadora de los valores primigenios sobre los que se asentaba la civilización, para extirpar el gen de la memoria colectiva.
Viendo ante sí un mundo dividido, polarizado por dos realidades radicalmente distintas, antagónicas - el mundo capitalista, mercantilista y liberal por una parte, y el incipiente pero expansivo comunismo, centralista y homogéneo-, inició una nueva guerra mundial; la más atroz, diabólica, cruel y devastadora que conocieran los tiempos, convencido del momento que dominaría el mundo en un nuevo y único orden absoluto, igual para todos los pueblos, sobre las bases de un nuevo hombre - "el superhombre"- al cuál crearía mediante un proceso de selección y manipulación genética.
Las leyes naturales son globales, no se pueden manipular parcialmente, ni trasgredir, y actúan como catalizadores de la existencia; de modo que los enemigos aparentes, los antagonistas, se unieron para derrocar al tirano - sólo los polos distintos se buscan, de igual modo que en la unión está la fuerza- y del intento de una sociedad única, hecha a si misma, más evolucionada, sólo quedaron millones de muertos y ruinas que habría que levantar, rehacer de nuevo.
Ésta fue, precisamente, la primera lección que aprendieron los vencedores: reconstruirían el mundo sobre las cenizas de tan descomunal hoguera, para que el mal quedase enterrado para siempre sobre los cimientos de otra nueva sociedad. Y aún siendo muy distintas las concepciones sobre la civilización, que ambos ganadores implantarían posteriormente sobre los vencidos, se aseguraron en dividir a éstos hasta el momento en que cualquiera de ellos impusiera su modo de vida sobre los otros.
Comenzó entonces la "guerra fría", una contienda amañada que libraría sus batallas en otros ámbitos, en otros lugares remotos, en otros países -suficientemente alejados entre sí- para lograr su supremacía, pero evitando enfrentarse directamente, lo que impidiese una hecatombe final y no pretendida.
Y como era de esperar las ilusiones ganaron a los estómagos, las aspiraciones a los derechos, la motivación personal al pretendido bien común. Y el tiempo fue la fuerza que derribó el "muro" que levantaron para que todo el mundo supiera donde terminaban y empezaban sus diferencias, y con ello consolidar una única tendencia, un sólo destino, la "sociedad de consumo", que en principio pagaría la deuda adquirida por generaciones y daría paso a la nueva sociedad capitalista falta de escrúpulos, desvestida de toda moralidad.
Se desmantelaron misiles de destrucción masiva, armas disuasorias hasta entonces para ambos bloques de poder, que después de imponerse unos sobre los otros no tenían sentido pues se orientaban hacia un mismo mundo, una misma sociedad.
El valor del dinero, motor del consumo, fue liberado totalmente y desprovisto del corsé de moralidad y racionalidad que hasta entonces lo había mantenido controlado. Y se subvirtieron los principios de las ciencias físicas, de la matemática, de la filosofía, anulando cualquier matiz de tradición para ponerlas al servicio del comercio, el negocio, el consumo.
Aumentando artificialmente la importancia de las artes, el culto al cuerpo, a lo lúdico, ocultaron la otra parte de las cosas a las gentes; y bajo el título de ciudadanos, que confirió la obligación de pagar más- nuevos impuestos, nuevos arbitrios, tasas, contribuciones, incluso donaciones, que moralmente pagarían la inmoralidad necesaria para tan minucioso plan - relanzaron el imperio del poder económico, que engañó de nuevo a las masas con falsas promesas de cómoda y fácil prosperidad partiendo de lo que no se tiene, de lo que se presta para recoger un beneficio aún mayor.
De nuevo la rueda de la mentira, de la verdad parcial, incompleta, de la desinformación, estimuló el nacionalismo en los países más pobres que aún se resistían a ser cambiados, a ser explotados por otros que no fueran ellos mismos, naciendo así el terrorismo internacional como coartada perfecta para consolidar el sistema en pos del derecho a la legítima defensa.
De la lección aprendida en la última contienda dedujeron que debían perpetuar una sola mayoría que se alternase en el poder a pesar de los votos, de las individualidades, de las minorías, a quienes mantendrían a raya sirviéndose únicamente de ellas para sucederse.
Polarizaron la clase dirigente, de manera que cualquiera que fuese el resultado nada cambiase. Permitieron la opinión, pero no la acción, la realización de otras tendencias.
Los hombres se vieron abocados a un único destino, una puerta de salida solamente, que consistía en consumir más para producir más y seguir consumiendo.
Trabajaron de nuevo de sol a sol, durante toda la noche, abandonando sus hogares, sus obligaciones familiares, destruyendo el embrión de la sociedad, la familia, para cambiarlo por otra cosa más fácil de combatir. Implantaron leyes contrapuestas a los intereses que habían forjado siempre la sociedad, desarticulándola, para crear otra más manejable por indefinida.
Legalizaron y extendieron el divorcio, el aborto, el control de la natalidad - subversión de otra ley natural- que habían favorecido siempre a las clases pudientes, introduciendo con ello un cáncer en las más pobres, menos favorecidas, que no podían solucionar sus litigios con dinero, sino con la violencia y la muerte. Amañaron los matrimonios de nuevo antes de producirse para repartirse de antemano los beneficios en la separación, y legalizaron lo que nunca fue legal: el tráfico de personas, la adopción de niños de otras razas desprotegidos, el comercio de mano de obra barata para la obtención de más pingües beneficios, evadiendo los tributos que otros pagarían seguro; la esclavitud en definitiva, que engañosamente formalizaron con nuevas y sibilinas leyes de extranjería.
Mientras tanto dieron rienda suelta a la voracidad del capital, que mima y explota su rebaño hasta que cae enfermo, extenuado en su producción. Y cuando el cálculo matemático del dinero llegó a su fin, quedaron como ganado descarriado, harapiento, incapaz de alimentarse en un desierto donde sólo quedaban las deudas del lujo con que habían sido tratadas para su expoliación.
Y llegaron a la noche de los cuchillos afilados, a la mañana de las ilusiones rotas. Ciegos, perdidos, abandonados por sus gurús, desorientados.
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