El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 17 de julio de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 3






Como anillo al dedo había encajado en el sistema militar. La libertad que le propiciaba su destino en cuadras hacía llevadera su estancia en el cuartel. Además de atender la limpieza y alimentación del ganado se ocupaba de prepararlo y cargarlo antes de las marchas que a diario se realizaban fuera del regimiento para mantener las mulas en forma, pues eran las encargadas de transportar el armamento ligero por el terreno más abrupto. Él mismo iba a la cabeza de la linea de animales que desfilaba tras la tropa de a pie, dirigiendo el convoy y vigilando las incidencias que se producían en la marcha. Evitaba siempre que podía las tediosas concentraciones y formaciones de instrucción, pues no sentía el menor deseo de aprender a manejar un arma. 
Pronto se ganaría la confianza de sus superiores y compañeros por su buen hacer y por la discreción conque se relacionaba, evitando las discrepancias y las curiosidades inoportunas que casi siempre originan malos entendidos. Mostraba amistad con quien con él se sinceraba, y en general, trataba de mantener una distancia que comenzaba más allá de una cordial relación entre compañeros. Comprendía mejor que otros los cambios climáticos, pues le gustaba observar los efectos que sobre los animales, las plantas y el resto de la vida producían, y esto le granjeaba un cierto respeto de los demás, quienes siempre tenían un motivo para hablarle y ganarse su compañía. En cierta manera propiciaba también que muchas veces le pidieran opinión sobre otras cosas, a lo que él siempre contestaba con un sabio refrán, tradición que había aprendido de su padre, persona culta, amante de los libros en un país de mayoría analfabeta.


De aquella complicidad con los compañeros y la confianza ganada de sus superiores venían sus escapadas de la formación de retreta, las cuales aprovechaba para ir andando al pueblo y ver a su novia Micaela. Siempre había alguien que contestaba por él en filas, y aunque de vez en cuando el oficial de mando a las órdenes de formación notaba su ausencia, solía hacer la vista gorda para reprenderle al día siguiente por su conducta. Pero nunca tuvo miedo a aquellas reprimendas, que sabía eran lógicas y trataban de librarle de un peligro mayor. Fue como aprendió que en cualquier guerra sufre siempre y está más expuesto el personal civil, desarmado e indefenso.

Aquella noche, de camino al pueblo para encontrarse con Micaela, junto a la primera de las viñas que abrían el término municipal y sobre un enorme charco de sangre, encontró en la cuneta los cuerpos tiroteados de dos hombres a quienes no reconoció. Ambos llevaban atados a sus cuellos sendos collares de cuero con letreros de madera y una inscripción realizada con su propia sangre, que decía: 


"Perros rojos. Se os acabó la rabia."


La sangre aún estaba líquida y los cuerpos calientes, por lo que dedujo que no habría pasado mucho tiempo desde que fueran asesinados.
Se condujo con precaución atento a cualquier sonido o movimiento, a cada sombra que a lo lejos vislumbraba; parando a cada momento que su instinto de conservación así le aconsejaba; aunque siguiendo al poco, pues el deseo de encontrarse con su amor era más fuerte.






Llegó tarde para su costumbre, el camino lo había conmovido produciendo en él un extraño frío que no existía en el aire, pero que le entumeció todo el cuerpo. Y así, nervioso, prácticamente tiritando y sin poder evitar el castañeteo de sus dientes llegó a casa de su novia, quien le esperaba con temor e impaciencia. Después de saludar a la familia, y tras preguntar por la suya, ambos subieron como siempre al sotechado de la casa; allí se abrazaron sin decirse nada y se besaron con pasión. En sus ojos brotaron las lágrimas, y como si ya nunca más volvieran a estar juntos se hicieron el amor en silencio, cubiertos sólo por la oscuridad que reinaba en la estancia, a la que una pequeña lucera abierta en el tejado por una teja corrida dejaba entrar un pequeño haz de luz de la noche clara de aquel caluroso verano del mil novecientos treinta y seis.
Luego se separaron musitando promesas y precauciones, y cuando bajaron del "sobrado", él comió algo que los padres de ella le habían preparado para que cenase y para que se llevara también al cuartel. Tras ello partió hacia la ciudad sin mirar atrás, feliz por haberlo conseguido de nuevo.


Cuando llegó al cuartel accedió por la puerta de las cuadras destinada para evacuar los excrementos y meter los sacos con la harina, la paja y demás útiles necesarios. Dormía en cuadras desde que se incorporó en aquel destino. Existía un dormitorio habilitado para cuatro personas encargadas del servicio. Uno de los compañeros que aún estaba despierto, después de preguntarle por cómo le había ido en el viaje, le comentó impaciente que el capitán veterinario le había estado buscando y que era imprescindible que se presentase a él nada más llegar.

Subió preocupado la empinada cuesta de hangares. Dejó atrás la cocina y los comedores que abrían el primer patio de armas, y se dirigió al otro extremo del mismo directo a la estancia de veterinaria, cuya luz todavía estaba encendida. Al acercarse vio la silueta del capitán dibujada tras la ventana, sentado en la mesa escritorio de su despacho. Entró sin llamar:

-A sus órdenes, mi capitán.

-Debería arrestarlo inmediatamente González. No he podido irme a dormir preocupado por no poder encontrarle. El coronel me ha encargado para usted un trabajo muy especial.
-Usted dirá mi capitán.
-Mañana no irá de marcha con las mulas. A esa hora se dirigirá a esta dirección - le entregó un papel manuscrito a mano - para sacar a pasear el caballo del coronel. Debe tener cuidado, está "entero". Así que mucho ojo con lo que hace. No quiero el más mínimo reproche.
-De acuerdo señor; allí estaré.
-No demoré la partida . Le estarán esperando.
-Bien señor, lo tendré en cuenta.
-¡Ah! Otra cosa. Si de nuevo me entero de que se ausenta por la noche del cuartel, juro que se arrepentirá. Yo mismo pediré su traslado. Hacen falta muchas manos que empuñen fusiles para combatir en el frente del Guadarrama.
-Lo tendré en cuenta señor.






El día siguiente nació preñado de sol, parecía como si el verano no quisiera despedirse, sólo una brisa débil del este aliviaba un poco la mañana calurosa. Después de cumplir con sus tareas en el cuartel salió de él para dirigirse a una casa de campo a las afueras de la ciudad propiedad del coronel del regimiento, que disponía de caballerizas y amplias perreras donde albergaba sus sabuesos.
Los criados estaban esperando que llegara para conducirlo hasta los bóxeres.
El coronel poseía una cuadra bien formada, con dos yeguas grandes y hermosas de sangre inglesa y un par de caballos españoles, uno bayo y el otro blanco. Pero su capricho era un semental joven, negro azabache, de pura raza árabe; a quien su amo no sabía dominar debido al fuerte carácter que poseía, bravo e indómito. Y esa era la misión que debía cumplir José: bajarle los humos a tan tozudo caballo.


Nada más verlo sintió que tenía ante sí todo un genio, un manojo de nervios a flor de piel, un ansia de movimiento y libertad que no podía contenerse. Todo ello junto, adornado por la belleza extrema de sus formas perfectas bajo un pelo negro, brillante. Las crines caían sobre su cuello formando bucles y la cola se erguía expectante y nerviosa en cuanto algo llamaba su atención. El nombre que figuraba en el cartel de la puerta de su cuadra era "Lustroso", y efectivamente hacía gala del porte bien formado y poderoso, de los buenos aplomos y la salud salvaje del animal.
Estuvo observándolo con atención antes de abrir la puerta. Acercó su mano por el ventanuco de ésta para acariciarlo, pero el caballo revolvió su cuello alzando con energía la cabeza y elevando sus dos manos, que golpearon contra la puerta al descender con violencia, provocando un pequeño revuelo entre el resto de caballos de las otras cuadras. Lo llamó por su nombre y reaccionó curioso, moviendo de arriba a abajo la cabeza mientras caía sus crines sobre los ojos, que luego levantaba orgulloso para mirarlo de forma provocadora. Se enamoró entonces de su brío, de su juventud exuberante, de su carácter noble.







Abrió como si nada la puerta y se adelantó después seguro cerrándola con suavidad tras de sí, lo que consiguió que el caballo reculara un poco tocando con sus nalgas la pared trasera de la cuadra. Levantaba la cabeza y reaccionaba nervioso a su mano, mas al fin pudo palpar sus patas delanteras, su paletilla izquierda y el cuello fuerte, brioso, enérgico.
José pegó su cuerpo a la barriga del caballo dándole un pequeño empujón, forzándolo mientras pasaba para atrás con el fin de comprobar el estado de sus patas traseras, que se encontraban perfectas, con sus herrajes correctamente desgastados y en buen uso todavía. El caballo se sintió intimidado por primera vez y se relajó un poco. Acarició entonces su lomo inquieto, poderoso y perfecto, y el animal cesó su inquietud. 
Empezó poniéndole la cabezada sin que el caballo opusiera resistencia. Había buscado un bocado no muy duro, que no le hiciese sufrir más que lo suficiente y que fuera seguro para sujetarlo. Igualmente lo aceptó de buen grado, como algo conocido que encajaba en su boca a la perfección para dar alas a su gran ansiedad de movimiento, para sofocar su nerviosa impaciencia. Pero cuando fue a colocar sobre sus lomos la silla de montar se movió esquivo, desconfiado. Lo intentó de nuevo con mucha suavidad y el caballo lo admitió receloso; luego se agachó por debajo de su vientre con cuidado y amarró bien las cinchas, comprobando al momento la rigidez y seguridad con que habían quedado colocadas. Acto seguido lo cogió por las riendas y abrió la puerta. Tiró de él con un toque corto y suave y el caballo sacó medio cuerpo fuera levantando la cabeza orgulloso y dejando ver su pecho imponente, adornado por las crines largas y enredadas. Salió trotando corto pero impaciente, retenido un poco por las riendas que José asía con firmeza casi a la altura del bocado, cabeceando y estirando sus patas traseras mientras lanzaba coces al aire. Después le alargó las correas para permitir a "Lustroso" que se desahogara más y repitió una serie de vueltas en la arena del picadero hasta que el caballo se tranquilizó un poco. Luego, tras detenerlo, decidió montarlo, aunque "Lustroso" se negaba sin parar de moverse. En uno de los intentos lo consiguió, pero el animal se revolvió bruscamente y poniéndose de manos le mandó al suelo. Luego comenzó a correr dando vueltas al cercado haciendo intentos por saltarlo, golpeando los palos con sus patas y relinchando frenéticamente. José se levantó en cuanto pudo rehacerse y sacudiéndose el polvo se quedó cruzado de brazos mirando al caballo con la misma mirada obstinada que éste lo miraba a él.
Armándose de valor de nuevo se dirigió a él, y tras varios intentos consiguió cogerlo por sus riendas y controlarlo. Volvió a montarlo, no sin grandes esfuerzos, y esta vez el indómito caballo salió en estampida furiosa saltando con el jinete por encima del vallado de madera. José clavó las rodillas en las agujas del caballo y sujetó fuertes sus pies a los estribos, inclinando el cuerpo hacia el cuello estirado del cuadrúpedo, en plena carrera.
Corriendo a galope tendido el caballo atravesó el pequeño bosque que se abría a modo de jardín antes de la casa y sus cobertizos, y sin dudar, como si algo lo hubiese poseído, buscó terreno abierto en las tierras de cultivo próximas a la finca para oxigenar sus pulmones, que necesitaban espacio vital para alimentar un ansia por correr que ya no podía contener. José tampoco podía hacer otra cosa que sujetarse medio agarrado a las crines y esperar que su compañero, más tarde o temprano, cesase en su locura. Pero "Lustroso" era vertiginoso y su fondo parecía no tener fin.

Al saltar sobre un arroyo José casi cayó al suelo, pero bien agarrado al pomo de la silla aguantó el envite. De nuevo el caballo cruzó 
en carrera libre la campiña buscando la primera colina elevada que limitaba los sembrados. Intentó hacerse fuerte en la subida para derribar al jinete en la parte más elevada, pero José captó en el acto sus intenciones, e intuyó que si permitía entonces que emprendiera la escalada, levantaría el cuello lo suficiente como para derribarlo. Y esta vez se jugaba la vida, por lo que, justamente en el momento que el animal quiso echar pies arriba, tiró de las riendas en sentido de la pendiente para retorcer el cuello de su compañero y conseguir que virara bruscamente sobre sus cuartos traseros hasta quedar detenido un momento, sentado en el inicio de la pendiente. Entonces clavó sus espuelas en las verijas del caballo y éste se revolvió de dolor levantándose y emprendiendo la carrera otra vez tierras abajo, perdiendo las manos en una galopada entre sembrados, barbechos y muchas lindes, cunetas, arroyos y alguna valla que otra. Puede que entonces la bestia sintiera por primera vez el miedo y se sofocara un poco, lo que posibilitó que José empezara de verdad a conducirla, suavizando el ritmo de la loca escapada.
Por fin se detuvieron tras la polvareda levantada y quedaron parados un momento. José bajó entonces y acarició a "Lustroso", retirando con su mano el sudor que bañaba todo su cuerpo y que aún tiritaba por la adrenalina liberada. 
Se acercó a su cabeza rozándole el cuello con su espalda y le susurró al oído: 

-Muy bien "Lustroso", ya somos amigos. Sólo tratabas de dar a tu cuerpo lo que necesitaba. Estás hecho para correr, pero esta gente te tiene miedo porque no te comprende. Necesitas salir todos los días. Yo te prometo que siempre que venga por aquí correremos lo que tu quieras.

Como si le hubiese entendido, el caballo amagó suavemente la cara del jinete con su hocico, asintiendo a lo que le decía.
José volvió a montarle. Y sin prisas, tranquilos, regresaron a la finca.


































Continuará....

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